No hablo por hablar
ni me enseñaron a dialogar de cualquier cosa;
me tiemblan las palabras al referirme a ella
si de mi vida estoy hablando.
No soy capaz de tratarla a la ligera,
ni se puede pasar por alto,
es una vida, ¡la vida!
Dialogar con mi existencia es muy serio
como para negarme a mirarla de frente.
Unos ojos que se
giran ante los desconocido
es de cobardes
-me inventé en ese momento.
Es la vida, joder, y la vida es lo más hermoso,
lo más intenso
y lo más innegable.
La miré -repito- de frente,
como si tuviera ojos.
La saludé cordial
como si existieran unas manos para asir tras el saludo.
La escuché sin oír y sin palabras.
Sentí el resto.
Será por el anhelo de ser un semidiós
pero mi grandeza me escupía directamente a la cara.
¡Jodida vida!
¿Acaso no me crees capaz de gritar bien alto y empezar de
cero?
Craso error -me
di cuenta que trataba de decirme.
No hay segundas oportunidades.
Hay que morir para originar.
No, no promulgo la paz interior,
sino la guerra que me transforma a diario.
Es por ello que la vida me duele a veces.
Anda equivocado el maestro que inventó el consenso entre
ella y yo,
pues no concibo escapes espirituales.
Si hoy no lo hago, no lo hago nunca.
Cuarenta años no son nada
pero tratar de abrir brecha en la mente de unos pocos
y tener que soportar tanta desidia cuadriculada,
no es fácil.
¡No es fácil, vida! Y no sé si puedo o me rindo.
Porque tú eres todo para mí
y yo para ti sólo uno más entre tantos.
¡Eres la puta vida!
A sus pies, señora.
Voy a dejar de ser el débil poeta
para que hoy me entregues nuevas alegrías,
aunque sea en fascículos.



