>> domingo, 22 de noviembre de 2020

Gabriel Morcillo Raya

De  qué le sirvió aquel saludo vacío y muerto en el mismo instante de darlo


si su voz sonó apagada y ni me miró a los ojos al darlo.


No mostraba alma, tan solo un cuerpo hueco,


y sus pasos eran lentos y ligeros, como una aprendiz de bailarina


con mirada perdida entre las líneas y las hojas que salpicaban el suelo.


No habló más tras ese saludo inapreciable.



 

La primera vez que lo vi fue una noche de sábado,


apoyado contra un escaparate estallado tras los últimos tumultos.


Vestía una chupa de cuero negro,


miraba al cielo –si acaso es cierto que miraba-


y su calva se percibía increíblemente blanca mientras una gran vena le cruzaba la sien.


Cuando percibió mis pasos, me miró.


Nuestros ojos se encontraron,


me hizo un micro gesto con la cabeza y le seguí.


Con gran agilidad preparó dos rayas en una superficie lisa.


Yo esnifé primero. Él me acompañó.


Nos sentamos y permanecimos en silencio mucho tiempo,


quizás horas, con un momento donde asió mi mano.


 


Cuando hoy estuve con él de nuevo


y recordé su imagen tal y como la vi aquella noche.


Esta vez, en aquel cuarto de mala muerte,


y después de esnifar el polvo que me ofreció,


se desnudó completamente y se tumbó con los ojos abiertos.


Yo, sentado a su lado, le miré, le agarré la mano


y dormimos juntos.


©Hisae 2020


 

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Los perros

>> viernes, 13 de noviembre de 2020

Le llamaban hombre. Al menos así fue llamado hasta aquel mes de marzo de un año que ya nadie recordaba. Le llamaban hombre, no sabemos si quizás por andar erecto o por emitir unos sonidos que denominaban lenguaje. Pero eso fue antes. Ya nadie le llamaba así. Ahora caminaba por la calle en silencio con el bozal puesto en la boca, sólo en horario establecido. Mientras, nosotros le mirábamos y comentábamos lo triste que se le veía andar, sin hablar, sin fumar, sin ni siquiera mirar hacia adelante, más bien al contrario, hociqueaba el suelo para no encontrarse con su verdadera realidad. Nosotros los perros, jamás nos reímos de él, de ellos. Los papeles se habían intercambiado y ahora eran ellos los que debían salir con el bozal en la boca. Eso sí, el hombre tenía los bozales de diferentes colores. Pero al fin el humano no volvería a morder nunca más. ©Hisae

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Sin Título es el título

>> domingo, 8 de noviembre de 2020

La soledad, de Andrés Conde González

No respetabas el espacio que quedó entre nosotros y yo le di a los cuervos


el exceso  que querías para ti,


aunque te sobrara el tuyo propio,


como a los muertos les va sobrando el ataúd


según se descomponen sus cuerpos bajo la tierra.


El egoísmo te pudo siempre


y no soportaste verme, aquel día, otro día más,


abrazado a una felicidad menos efímera que la tú me ofreciste.


A pesar de ello,


a pesar del frío que pudiera sentir en enero


yo me resignaba a dejarte la ventana abierta


por si entre sueños me llamabas,


humillando nuevamente mi conciencia


y fallándole a mi honor.


No volviste, la ventana siguió intacta,


mi olvidó fue ganando a mis ganas


y un día desapareciste mientras yo vivía.

 



 

No fue hasta pasados unos años


cuando tu hermana llamó a mi puerta.


-Murió en abril -me comentó mirando al suelo


y entregándome una carta.


Abrí el sobre y sólo dos palabras me dejaste:


“Me arrepiento”.



 

Ya era tarde. Yo no lloré y tú quedaste sólo en tu tumba.


©Hisae 2020

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