Unas pocas marcas de olor
>> martes, 28 de abril de 2009
Cuando tu negra máscara no expresa gestos,
el ángel del dolor acude a mi cuerpo.
Y ¿quién dice lo que siente?
Respiro el vago perfume de tu pecho
y veo navíos elegantes que se elevan encima de las olas;
mientras en el horizonte,
oscuros albatros giran,
me arrastro –como siempre sinuosa-,
por las piernas del olvido.
El libro de los perfumes – Santiago Aguaded Landero
Apenas corrí unos metros alrededor de mí mismo para darme cuenta que el aroma me perseguía. ¡Me dolía tanto oler…!
El no haber percibido esta sensación con anterioridad, incluso saber que hasta las piedras huelen, me había llevado a vivir en la ceguera más absoluta en relación a las fragancias. Pero hoy, quería que el aroma a vida se olvidara de mí. ¡Yo fui feliz sin usar mi olfato!
Esos tufos, pestilencias, ese hedor en el que giraba cada uno de nuestros pasos, me agotaban. Cada cosa que veía se transformaba en olor. Ese olor penetraba en mí, muy fuerte, muy desagradablemente, y provocaba el estancamiento del resto de mis pensamientos. El olor me dominaba.
Olía a luna y sol, a silencio y a piedras muertas, olía incluso la perfumada oscuridad. La vida engendraba olores como se engendran hijos y estos hijos a más hijos. Cada olor se vuelve independiente y se exhibe en desmesurado despropósito y proporción.
Quise morir. Y me dispuse a ello. Pero no pude por escuchar una mosca que se acercaba y posarse ésta con su pestilencia en la punta de mi nariz.
Levanté la vista e imploré con aroma a incienso y aceite de nardo al dios de los olores para que se apiadase de mí.
Pero no fue posible.
Mastiqué el desagradable aliento de tu boca al besarte, a pesar de ser un beso en unos labios sin óxido y pintalabios. Pero desde que sentí tu lengua, sólo deseé beber alcohol para cortar nuestra experiencia en el arte de amar. Escupí y quise convertirlo en el beso nunca dado.
Parece mentira como pueden reconocerse a las personas por el rastro de fragancia que dejan al pasar por una estancia, entre miles y miles de olores volátiles que se encuentran concentrados allí mismo.
Vi entrelazarse olores entre sí, cuando de un paso a otro, me paraba y observaba. No sentí que el perfume agradable al cuerpo existiera. Todo eran vergeles de cenizas de flores asesinas y ansias de rescate de momentos de euforia.
Compré perfumes caros, elegantes fragancias que enamoraban mis vellos al introducirse por la cavidad nasal. Pero era esparcir sus gotas por mi cuerpo, y mezclarse con un aire contaminado de malos olores provenientes de humanos sudados, perros excrementando, aires de granjas, cloacas subterráneas y ventosidades de ancianos mascando tabaco en parques infectados de mosquitos. La mezcla de todos ellos resultaba un olor a miedo.
Sólo sé, que quise lamerle los pies pero deseché la idea desde que besé su boca.
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