Amor de verano

>> domingo, 3 de diciembre de 2023

 

Giosué Argenti (1819-1901)

Era de mármol blanco, grande, bella y esbelta. Estaba situada en la parte central de la sala, en una zona de preferencia donde se podía rodear para contemplarla desde cualquier ángulo. La luz estaba dirigida de tal manera, que los pliegues de su piel formaban unas sombras que aún la hacían más real. Sin duda era la auténtica atracción del museo.


Él acudía casi a diario a verla, tanto, que ya era conocido por el vigilante de la sala. Cuando éste se descuidaba, él aprovechaba y tocaba sus pies fríos. Nunca se atrevió a tocarla más, no por la seguridad sino por el respeto.


Más de una vez le tuvieron que invitar a salir porque el museo cerraba y él, triste, salía dejando la última mirada en sus ojos muertos.


Un día, al llegar a la sala donde lucía esplendorosa, encontró su cara mojada. Él no pudo acercarse a secarla y la consoló con su silencio.


Al día siguiente, la sala estaba vacía. El vigilante le informó que la habían devuelto al país original.


Se trató de un amor de verano. Pero aún hoy le sigue doliendo la separación.



Mario M. Relaño



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Libertad

>> sábado, 23 de septiembre de 2023

"Libertad", Pilar Muñoz Benito

 

Raúl vivía en una pequeña ciudad costera del sur. Era un chico rubio, con cara pecosa y un poco corto de altura para su edad. No se sabe si era por eso, o porque siempre estuvo demasiado protegido debido a que fue un niño enfermucho, el caso es que su timidez era extrema, tanto que relacionarse con otros para él siempre era una gran prueba. El sueño de su vida habría sido ser totalmente invisible. Nunca fue de muchos amigos, y los pocos que tenía eran los que se habían criado cerca de él en el barrio, aunque no era de salir mucho con ellos y pasaba la mayor parte del tiempo libre escribiendo en sus libretas o tumbado en la cama leyendo novelas que sacaba de la biblioteca pública.



Desde que Raúl cambió del colegio al instituto se produjo un cambio gradual en su estado que su familia y profesorado nunca llegó a ver pero que para él supuso pasar de noches tranquilas a insomnios de llanto callado y almohadas mojadas.



Se encontraba muy solo en las clases y odiaba cada vez más los recreos. Nunca nadie se acercó a él para hablarle y su timidez le impidió juntarse para relacionarse y hacer nuevas amistades. Era también en esos descansos, entre clase y clase, donde los libros le proporcionaban algo de refugio.



Según pasaba el tiempo, el abismo entre Raúl y la felicidad se agrandaba. En alguna ocasión le agredieron y no fueron pocas las veces en que tuvo que escuchar algún insulto y risas por su forma de ser y su mayúscula tristeza. Si Dios existiera, se llamaría sufrimiento -se dijo aquella tarde que entre tres compañeros le tiraron al suelo y lanzaron sus libros lejos. Se juró no volver a clase y esa ira, ligada a la ansiedad que se había apoderado nuevamente de él, llego a odiar la vida, una vida que se le escapaba porque lo que realmente ocurría era la vida misma. Así era la vida, su vida.



Aquella tarde no regresó a casa. Ni aquella tarde ni nunca regresó a casa y no fue hasta mucho más tarde cuando su entorno entendió todo aquello, ya demasiado tarde.



Raúl se dirigió hacia el acantilado. Era uno de sus lugares favoritos a pesar del vértigo que sentía. Desde allí contemplaba un mar impresionante que se juntaba con el horizonte sin diferenciarse la línea que separaba el agua y el cielo.



Volvió a escudriñar el mar. Por la hora temprana de la tarde-noche no vio reflejo aún de luna, aunque hubiera sido ideal el momento al estar más cerca de la que consideraba amiga de confidencias. No sintió vértigo, es más, ni miedo apareció en él. Era feliz.



Miró, sonrió, respiró profundamente y gritó LIBERTAD.


 


Mario M. Relaño


Publicado en la revista NU2

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Tierra adentro

>> sábado, 8 de julio de 2023

 

Jan Van Kessel Elder


Les hablaba apasionadamente sobre el mar como si éste fuera familiar para ellos. Sonaba excepcional aunque resultaba incomprensible. Sus ojos brillaban cuando les narraba, y contagiaba su emoción al escucharle. Su mar –como él decía- era inmenso, tanto o más que el cielo. Su color era impreciso porque dependía del capricho del sol. El fondo era tan profundo que jamás había logrado llegar al final, es más, dudaba que tuviera un fin. Todos prestaban atención en silencio sin saber de qué hablaba. Nadie le entendía, pero, educadamente, le dejaban seguir.

 



Se dejó caer al suelo, exhausto, y echó algo de menos. Sentado en la tierra seca, después del larguísimo viaje, extrañó por primera vez su vida anterior, las voces calladas y mezcladas de sus seres queridos, sus esperanzas, sus ansias de conocimiento, la sal… Sobre todo la sal. El mar era el agua y la sal. Las decenas de oyentes que allí se habían congregado terminaron también sentados a su alrededor en el polvo escuchando lo que para todos ellos era una fábula. Muchos se dieron cuenta de su estado. Su cansancio, el polvo que desdibujaba su forma, le hacía parecer lo que no era.

 



Él era un nadador nocturno –contaba- que un día decidió dejar el mar atrás en busca de algo diferente sin saber muy bien qué habría más allá de las aguas. Siempre pensó que el mar era infinito pero según nadaba y llegaba a la orilla descubrió que cuanto más se aventuraba tierra adentro, su mundo conocido desaparecía tras él. La sal ya seca y el sol fuerte quebraban su piel según caminaba por aquel ignoto territorio. Si acaso se cruzaba con alguien éste le resultaba extraño. Cuando llegó la noche lloró lágrimas secas por la ausencia de su confortable nido y lágrimas mojadas por el nerviosismo que le provocaba su aventura. Su excitación y temor iban en aumento aún más si cabe cuando llegó a la aldea donde encontró a sus incrédulos oyentes.

 



Cada piedra que encontró en su peripecia le recordó su esfuerzo, y el agotamiento provocó que una última lágrima corriese por la mejilla agrietada para secarse antes de caer al suelo. Mientras hablaba miró a los que aún escuchaban y estos rehuyeron su mirada. La escarapela que llevaba en el pecho les asustaba aunque no era más que un conjunto de escamas que por la sequedad se le habían arremolinado.

 



Él, pez de un mundo diferente, se dio cuenta de que no le entendían. Su lenguaje era diferente, sus pies eran diferentes, incluso sus ojos eran diferentes. Cuando cayó después de narrar su hazaña, una niña caminó hasta él y le ofreció de beber. Encharcó su boca y la escupió rociando su cuerpo yermo.

 



No superó aquella noche, a pesar de que la chiquilla no dejó de mojarle hasta que despuntó la claridad. Los pescados nunca sobrevivían tierra adentro, bien es cierto que él consiguió lo que ningún otro. Cuando arrastraron su cuerpo para enterrarlo, dos escamas secas quedaron clavadas por siempre en la tierra.

 



©Mario M. Relaño



Publicado en la revista NU2

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Versionando la locura de Mararía

>> sábado, 1 de julio de 2023

Mararía - Eduardo González

 

Los quejidos empezaron desde que salieron los insectos en aquel atardecer de verano y continuaron toda la noche sin descanso. Algunos decían que parecían aullidos de perros lejanos pero todos sabían que era ella por su sufrimiento, su dolor y su desconsuelo. Nadie se atrevió a salir al exterior a pesar de ser noche cálida;  las más atrevidas corrieron las cortinas para asomarse por la ventana. Todo era oscuridad y padecimiento. Ellos no bebieron aquella tarde, ni siquiera la taberna abrió sus puertas.


Quizás esa lava que llegaba al mar fue testigo de lo que aquel día ocurrió. No sabe con certeza el momento exacto en que Jesusito, bailando y jugando como acostumbraba entre las olas, desapareció para siempre. Todos conocían que el mar había formado parte de su corta vida a pesar de vivir en lo alto de la montaña. Ya se encargaba Marcial de bajarlo a Playa Blanca para que el chico disfrutara en el agua.


Era el destino, decían las señoras mientras se santiguaban, que aquel día no regresara y que Marcial cargara con la culpa para siempre.


Ella, bruja para muchos, bella para todos, enloqueció definitivamente si acaso ya no lo estaba desde antes.


Era en aquella época cuando por La Geria las parras ya estaban llenas de uvas. En ocasiones cuentan que la vieron saltando por los zocos, atrapada por su locura. Durante el día se cree que estaba encerrada en la oscuridad de su casa aunque bien es cierto que cuando más apretaba el sol, se vio su sombra camino del pequeño cementerio.


Marcial, el pobre Marcial, dormía cada noche en su puerta como si de un perro se tratara; el perdón que imploraba se intuía en cada suspiro y un llanto leve rompía el silencio nocturno. Y aunque realmente él no tenía culpa alguna, cargó con ella el resto de su vida, más con el dolor de perder a quien casi consideraba hijo.

 


Desde aquella trágica jornada, el silencio y la pena sobrecogieron Femés durante mucho tiempo. A pesar de que esa extraña mujer no era bien mirada por las vecinas del pueblo por la maldición que durante siglos había perseguido a su familia, y de que la mayoría de los hombres tenían mucho que callar, nadie recordaba que ningún niño muriera de aquella trágica manera. El mar sí se había llevado en ocasiones algún pescador cuando faenaba cerca de las costas africanas, pero jamás este océano había robado un niño a estas gentes. Era dolor y pesar de un pueblo, locura y desgarro para una madre.

 



@Mario M. Relaño


Publicado en la revista NU2

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Lilas

>> domingo, 9 de abril de 2023

Jasmina Novoyan

Las lilas siempre fueron las flores de mi infancia, especialmente las lilas lilas, más que las lilas blancas. Por aquel entonces yo aún percibía olores, y su aroma era como la primavera enfrascada, sólo para olerla a ratos. Más bien para que mi madre las oliera, pues yo las robaba de los jardines vecinos para ella y le llevaba ramos bellísimos que engalanaban nuestra pequeña casita.



Mi ausencia prolongada hizo que esta flor desapareciera por completo de mi mente. Nunca la volví a ver, nunca más la volví a oler. Nunca más me crucé con un jardín de lilas.



Hasta que hoy, domingo de resurrección, domingo de torrijas y playa, domingo de abril, mi amiga me muestra sus ramos de lilas. Seguro que ella las sigue disfrutando cada primavera, como si su reloj no se hubiera parado nunca.


Yo le doy cuerda a ese reloj estático de mi infancia mientras las veo, las pienso y sigo amando a mi amiga.


 

©Mario M. Relaño


 

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