Tierra adentro

>> sábado, 8 de julio de 2023

 

Jan Van Kessel Elder


Les hablaba apasionadamente sobre el mar como si éste fuera familiar para ellos. Sonaba excepcional aunque resultaba incomprensible. Sus ojos brillaban cuando les narraba, y contagiaba su emoción al escucharle. Su mar –como él decía- era inmenso, tanto o más que el cielo. Su color era impreciso porque dependía del capricho del sol. El fondo era tan profundo que jamás había logrado llegar al final, es más, dudaba que tuviera un fin. Todos prestaban atención en silencio sin saber de qué hablaba. Nadie le entendía, pero, educadamente, le dejaban seguir.

 



Se dejó caer al suelo, exhausto, y echó algo de menos. Sentado en la tierra seca, después del larguísimo viaje, extrañó por primera vez su vida anterior, las voces calladas y mezcladas de sus seres queridos, sus esperanzas, sus ansias de conocimiento, la sal… Sobre todo la sal. El mar era el agua y la sal. Las decenas de oyentes que allí se habían congregado terminaron también sentados a su alrededor en el polvo escuchando lo que para todos ellos era una fábula. Muchos se dieron cuenta de su estado. Su cansancio, el polvo que desdibujaba su forma, le hacía parecer lo que no era.

 



Él era un nadador nocturno –contaba- que un día decidió dejar el mar atrás en busca de algo diferente sin saber muy bien qué habría más allá de las aguas. Siempre pensó que el mar era infinito pero según nadaba y llegaba a la orilla descubrió que cuanto más se aventuraba tierra adentro, su mundo conocido desaparecía tras él. La sal ya seca y el sol fuerte quebraban su piel según caminaba por aquel ignoto territorio. Si acaso se cruzaba con alguien éste le resultaba extraño. Cuando llegó la noche lloró lágrimas secas por la ausencia de su confortable nido y lágrimas mojadas por el nerviosismo que le provocaba su aventura. Su excitación y temor iban en aumento aún más si cabe cuando llegó a la aldea donde encontró a sus incrédulos oyentes.

 



Cada piedra que encontró en su peripecia le recordó su esfuerzo, y el agotamiento provocó que una última lágrima corriese por la mejilla agrietada para secarse antes de caer al suelo. Mientras hablaba miró a los que aún escuchaban y estos rehuyeron su mirada. La escarapela que llevaba en el pecho les asustaba aunque no era más que un conjunto de escamas que por la sequedad se le habían arremolinado.

 



Él, pez de un mundo diferente, se dio cuenta de que no le entendían. Su lenguaje era diferente, sus pies eran diferentes, incluso sus ojos eran diferentes. Cuando cayó después de narrar su hazaña, una niña caminó hasta él y le ofreció de beber. Encharcó su boca y la escupió rociando su cuerpo yermo.

 



No superó aquella noche, a pesar de que la chiquilla no dejó de mojarle hasta que despuntó la claridad. Los pescados nunca sobrevivían tierra adentro, bien es cierto que él consiguió lo que ningún otro. Cuando arrastraron su cuerpo para enterrarlo, dos escamas secas quedaron clavadas por siempre en la tierra.

 



©Mario M. Relaño



Publicado en la revista NU2

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Versionando la locura de Mararía

>> sábado, 1 de julio de 2023

Mararía - Eduardo González

 

Los quejidos empezaron desde que salieron los insectos en aquel atardecer de verano y continuaron toda la noche sin descanso. Algunos decían que parecían aullidos de perros lejanos pero todos sabían que era ella por su sufrimiento, su dolor y su desconsuelo. Nadie se atrevió a salir al exterior a pesar de ser noche cálida;  las más atrevidas corrieron las cortinas para asomarse por la ventana. Todo era oscuridad y padecimiento. Ellos no bebieron aquella tarde, ni siquiera la taberna abrió sus puertas.


Quizás esa lava que llegaba al mar fue testigo de lo que aquel día ocurrió. No sabe con certeza el momento exacto en que Jesusito, bailando y jugando como acostumbraba entre las olas, desapareció para siempre. Todos conocían que el mar había formado parte de su corta vida a pesar de vivir en lo alto de la montaña. Ya se encargaba Marcial de bajarlo a Playa Blanca para que el chico disfrutara en el agua.


Era el destino, decían las señoras mientras se santiguaban, que aquel día no regresara y que Marcial cargara con la culpa para siempre.


Ella, bruja para muchos, bella para todos, enloqueció definitivamente si acaso ya no lo estaba desde antes.


Era en aquella época cuando por La Geria las parras ya estaban llenas de uvas. En ocasiones cuentan que la vieron saltando por los zocos, atrapada por su locura. Durante el día se cree que estaba encerrada en la oscuridad de su casa aunque bien es cierto que cuando más apretaba el sol, se vio su sombra camino del pequeño cementerio.


Marcial, el pobre Marcial, dormía cada noche en su puerta como si de un perro se tratara; el perdón que imploraba se intuía en cada suspiro y un llanto leve rompía el silencio nocturno. Y aunque realmente él no tenía culpa alguna, cargó con ella el resto de su vida, más con el dolor de perder a quien casi consideraba hijo.

 


Desde aquella trágica jornada, el silencio y la pena sobrecogieron Femés durante mucho tiempo. A pesar de que esa extraña mujer no era bien mirada por las vecinas del pueblo por la maldición que durante siglos había perseguido a su familia, y de que la mayoría de los hombres tenían mucho que callar, nadie recordaba que ningún niño muriera de aquella trágica manera. El mar sí se había llevado en ocasiones algún pescador cuando faenaba cerca de las costas africanas, pero jamás este océano había robado un niño a estas gentes. Era dolor y pesar de un pueblo, locura y desgarro para una madre.

 



@Mario M. Relaño


Publicado en la revista NU2

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