Las tardes de Juan

>> domingo, 27 de diciembre de 2020

 

Four Lane Road, Edward Hopper

A Juan no le acompaña la soledad. Cecilia permanece a su lado, a pesar de que los domingos le ven caminar por el camposanto con tres rosas y un manojo de flores silvestres. Pero continúan juntos como él le prometió no hacía mucho, ya ella muy debilitada, sin apenas fuerza para mirarle. No, nunca la dejaría y él le seguiría contando a qué dedica todo su día, como le fue la pesca, qué comió y si los nietos pasaron por el campo a verle. Y es en ese paseo de tarde, cuando ya cansadas sus piernas, se sienta siempre en el mismo banco y mira de lejos al mar, con la mirada perdida y fumando sin apenas echar humo. A partir de ese momento, él habla con Cecilia y le cuenta. Y ambos pasan así la tarde, entre el murmullo de los que pasan y la brisa que corre en este cementerio cerca del mar.

 


Juan siempre fue un romántico. Conocía a Cecilia desde siempre; ya de niños fueron juntos a la única escuela del pueblo. Con apenas catorce años, él la sorprendía casi a diario con flores y por fin ella accedió a darle el SÍ a los diecisiete. Desde entonces, su vida en común transcurrió tranquila, con su trabajo en la pesca, sacando adelante a su único hijo, y dedicándose buenos ratos de cariño diario para que su matrimonio permaneciera puro como el primer instante. Y es que Juan ¡quiso tanto a su mujer!

 


Cecilia era una señora de carácter. Siempre le halagó que su marido apareciera por casa con flores sin motivo alguno. Quizás ella nunca fue tan detallista con él. Pero eso Juan no lo veía. Tan solo miraba el azul intenso de los ojos de su amada, que como él decía, “me recuerda al mar que baña mi islita, el que moja mis pies manchados de jable”.

 


Desgraciadamente, la vida no es para siempre y un día Cecilia enfermó de gravedad. Juan pasó las largas noches asido a su manita ya muy delgada, colocando paños mojados en su frente, y mandándole besos volados para no despertarla.

 


Hoy Juan, como cada tarde, se sienta en un banco, justo enfrente de la casona canaria. Se sienta y se masajea sus piernas cansadas, enciende un cigarrillo, y en voz alta, le habla a Cecilia.

 


No, Juan no es un viejo loco. Juan sigue queriendo que Cecilia viva a su lado. Juan, se pierde entre su soledad y sus recuerdos.

 


Hisae

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Mi pequeño cuento de Navidad

>> viernes, 25 de diciembre de 2020

 

 
              Anónimo novohispano. Escuela mejicana

Las luces de Navidad en mi pueblo, son cada año más y más originales. Cuando sales de casa a las siete de la mañana para dirigirte a no sé donde puñetas voy a estas horas, ves las casas disfrazadas de carnaval, con decenas y decenas de luces multicolores, tapando ventanas, puertas y demás enseres que haya en la parte exterior de los hogares de mis conciudadanos. Cada vez hay menos papa noeles colgando de las terrazas, pero estos han sido sustituidos por otros objetos que no sé muy bien definirlos.


Además, percibo una cierta competencia entre pueblos y ciudades para ver quien coloca el árbol luminoso de Navidad más gigante. Son tan altos, que incluso las cigüeñas que anidaban antaño en lo alto de los campanarios de las iglesias, lo hacen ahora en las estrellas de cinco puntas colocadas en los árboles navideños. ¡Pobres aves!


La Navidad llena de luz y color las calles. Pero esto ya no es sinónimo de alegría. Este año debe de ser que las luces sustituyen a los abrazos.


Yo, aunque el roscón de reyes no podré compartirlo, no dejaré de pensar en todos aquellos a quien quiero mientras miro las luces parpadear.


¡Feliz Navidad!

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Cobardía

>> sábado, 19 de diciembre de 2020

 

Jessica Romondi

¿Dónde están todos aquellos, pedigüeños,


que subían a lo alto de la torre como cuervos


y se asomaban en busca de su presa


para someterles a la tortura del robo de su alma?


¡Ay de aquellos violentos que,


a pesar de los tiempos que corrían,


intentaban saciarse con la sangre de los pobres,


a pesar de que estos habían nacido ya secos!


No quedarán en nuestro mundo perfecto


cuando nos hagamos con el poder y la fuerza,


cuando nos unamos en uno y dejemos de lamentarnos


de que violaron a nuestras mujeres y


nos quitaron el orgullo.


Pronto, muy pronto,


estos cuervos pedigüeños volarán lejos,


huyendo de nuestras tierras, libres al fin,


con el temor de ver nuestros puños en alto.


Pero eso será más tarde.


Mientras, seguiremos viéndolos subir al alto,


nos esconderemos con miedo


 y les dejaremos que nos absorban la vida.


©Hisae

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La ciega

>> miércoles, 2 de diciembre de 2020

 

La muchacha ciega, de John Everett Millais

Le he visto la mirada. Dice que es ciega, pero no lo es. Es mala.


Cuando nadie la mira, suelta el bastón blanco y camina con largas zancadas.


Cuando te habla, su dulce vocecilla está envenenada. Todo es lovely, dice. Pero sé que no lo es.


Es mala. Y me odia. Me odia desde el día que su hija escupió y no recogí sus insultos. Me odia desde que sabe que sé que no es ciega. Me odia porque me ama, pero jamás penetraré su cuerpo corrupto y feo.


Hoy aprendió una nueva palabra: "bonito"· Pero es un feo vocablo cuando es ella quien lo pronuncia.


Ella dice que es ciega, pero no lo es. Es mala.


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>> domingo, 22 de noviembre de 2020

Gabriel Morcillo Raya

De  qué le sirvió aquel saludo vacío y muerto en el mismo instante de darlo


si su voz sonó apagada y ni me miró a los ojos al darlo.


No mostraba alma, tan solo un cuerpo hueco,


y sus pasos eran lentos y ligeros, como una aprendiz de bailarina


con mirada perdida entre las líneas y las hojas que salpicaban el suelo.


No habló más tras ese saludo inapreciable.



 

La primera vez que lo vi fue una noche de sábado,


apoyado contra un escaparate estallado tras los últimos tumultos.


Vestía una chupa de cuero negro,


miraba al cielo –si acaso es cierto que miraba-


y su calva se percibía increíblemente blanca mientras una gran vena le cruzaba la sien.


Cuando percibió mis pasos, me miró.


Nuestros ojos se encontraron,


me hizo un micro gesto con la cabeza y le seguí.


Con gran agilidad preparó dos rayas en una superficie lisa.


Yo esnifé primero. Él me acompañó.


Nos sentamos y permanecimos en silencio mucho tiempo,


quizás horas, con un momento donde asió mi mano.


 


Cuando hoy estuve con él de nuevo


y recordé su imagen tal y como la vi aquella noche.


Esta vez, en aquel cuarto de mala muerte,


y después de esnifar el polvo que me ofreció,


se desnudó completamente y se tumbó con los ojos abiertos.


Yo, sentado a su lado, le miré, le agarré la mano


y dormimos juntos.


©Hisae 2020


 

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Los perros

>> viernes, 13 de noviembre de 2020

Le llamaban hombre. Al menos así fue llamado hasta aquel mes de marzo de un año que ya nadie recordaba. Le llamaban hombre, no sabemos si quizás por andar erecto o por emitir unos sonidos que denominaban lenguaje. Pero eso fue antes. Ya nadie le llamaba así. Ahora caminaba por la calle en silencio con el bozal puesto en la boca, sólo en horario establecido. Mientras, nosotros le mirábamos y comentábamos lo triste que se le veía andar, sin hablar, sin fumar, sin ni siquiera mirar hacia adelante, más bien al contrario, hociqueaba el suelo para no encontrarse con su verdadera realidad. Nosotros los perros, jamás nos reímos de él, de ellos. Los papeles se habían intercambiado y ahora eran ellos los que debían salir con el bozal en la boca. Eso sí, el hombre tenía los bozales de diferentes colores. Pero al fin el humano no volvería a morder nunca más. ©Hisae

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Sin Título es el título

>> domingo, 8 de noviembre de 2020

La soledad, de Andrés Conde González

No respetabas el espacio que quedó entre nosotros y yo le di a los cuervos


el exceso  que querías para ti,


aunque te sobrara el tuyo propio,


como a los muertos les va sobrando el ataúd


según se descomponen sus cuerpos bajo la tierra.


El egoísmo te pudo siempre


y no soportaste verme, aquel día, otro día más,


abrazado a una felicidad menos efímera que la tú me ofreciste.


A pesar de ello,


a pesar del frío que pudiera sentir en enero


yo me resignaba a dejarte la ventana abierta


por si entre sueños me llamabas,


humillando nuevamente mi conciencia


y fallándole a mi honor.


No volviste, la ventana siguió intacta,


mi olvidó fue ganando a mis ganas


y un día desapareciste mientras yo vivía.

 



 

No fue hasta pasados unos años


cuando tu hermana llamó a mi puerta.


-Murió en abril -me comentó mirando al suelo


y entregándome una carta.


Abrí el sobre y sólo dos palabras me dejaste:


“Me arrepiento”.



 

Ya era tarde. Yo no lloré y tú quedaste sólo en tu tumba.


©Hisae 2020

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La furgoneta

>> miércoles, 21 de octubre de 2020

 

© berdsigns

No es fácil escribirte si obvias que te cuente,


si no extrañas las charlas -muy gratas- que tuvimos


donde me mostrarte los colores de tus cuadros,


donde te leí los colores de mis letras.


No es fácil describirte lo que siento si cierras el alma con candados


y la llave que escondiste ni tú encuentras,


y seguirás en tu solitaria vida, sin mí, sin nadie,


por negarte a probar aquello que no conoces.


 


Déjame al menos que te cuente aquello


que no tuvimos tiempo aquel día,


por tus prisas en marchar a tu jodida soledad


sin tratar al menos de escuchar si acaso hablaba.

 



No se trataba sólo de amor, no te engañes,


se trataba de algo más que te llenara el corazón,


te engañaste por temor


por si más tarde llorabas nuevamente en tu destierro.


No, no se trataba sólo de eso,


mis colores eran algo más,


trazos que dieran más luz a ambas vidas -la tuya y mía,


que te una vez por todas bajara el telón de nuestro oscuro teatro.


 


Da igual, nada te doy, nada me pediste.


Te mandaré las flores que plantaste cuando estas florezcan.


Me voy,


y cierra la puerta de tu furgoneta blanca


si acaso olvido yo cerrarla.


Pasaré si expones los colores de tus cuadros


y, ojalá, estén cargados de pigmentos vivos,


como vivo fue lo que por ti hoy he escrito.

 


©Hisae 2020



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Dolores de años

>> domingo, 27 de septiembre de 2020

Anciano, de Nacho Puerto

Lo dije cien veces, pero otras cien veces me tragué mis palabras. Mi dolor era mío, de nadie más, nadie por mí lo sentiría ni yo quería que lo hicieran. 
Que estaba solo lo sabía desde que nací. A mí alrededor pasó gente, unos sólo saludaron, la mayoría ni eso, alguno consiguió robarme un beso, pero toda aquella gente me dejó en el momento que sonaba la música en alguna otra parte. 
La ilusiones siempre las dejaba en la puerta y las recogía tan pronto salía por la mañana. Dos veces creí tocar el cielo y una me inventé un éxtasis. Pero al terminar el día, nuevamente, todo eso lo dejaba en la entrada para al menos poder dormir tranquilo.
La mañana siguiente era lo mismo que el día anterior, y la noche tan oscura como todas. 
Empecé a dejar una llave escondida debajo del felpudo pues así hacían en mis películas favoritas, pero sólo una persona se atrevió a cogerla, abrir la puerta y entrar. Durmió a mi lado tres noches, pero a la cuarta perdió la llave y nunca tocó el timbre para no despertarme. 
Ahora que me hice viejo, que mi cuerpo me recuerda constantemente los huesos que tengo, los músculos que antes no tenía atrofiados y que tengo colocadas mis pastillas por colores, ahora digo, me remontó a lo que pude tener y nunca tuve, a lo que quise pero nunca me atreví y cuando me atreví, me consolaron con un abrazo mientras lloraba por desear imposibles. 
Hoy que soy menos joven que ayer, escribo en silencio para contar a nadie lo que me duele. Mi dolor es mío, lo sé. No escribo para compartirlo, ni siquiera para quejarme. Escribo porque es lo único que me queda antes de renacer. 

©Hisae 2020

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Pandemia

>> domingo, 20 de septiembre de 2020

 

El Hijo del Hombre, René Magritte

La pandemia había durado demasiado, duró tanto que sólo recordaban el inicio de ésta escuchando los noticieros en cada conmemoración de la efeméride.

Aquella mañana iba a ser diferente. Al levantarse, todos los ciudadanos escucharon lo mismo: “el virus había sido derrotado”. No más distancia de seguridad. No más mascarillas. La vida volvería a la auténtica normalidad.

Pero para Daniel no fue un día de celebraciones. Al quitarse por fin la mascarilla de la cara y mirarse al espejo se dio cuenta realmente de cuánto había durado esta pandemia. Su rostro se había borrado totalmente. Ya no tenía cara, tan solo unos ojos que miraban atónitos. La sonrisa que le caracterizaba no estaba e incluso su color moreno estaba blanquecino.

No obstante, aquel día como todos, tenía que salir de casa para ir a trabajar. Y cuál fue su sorpresa al ver que todos aquellos que caminaban por la calle tampoco tenían rostro. Todos se miraban unos a otros. Nadie decía nada. La expresión de sus ojos –que no pudo ser borrada- lo decía todo.

En el noticiero de la noche lo aclararon. El verdadero virus había sido la mascarilla. Con el tiempo, ésta había conseguido comerse la cara de las personas. Ahora, se necesitarían más de dos años para conseguir la vacuna.

 ©Hisae

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Biblia

>> sábado, 1 de agosto de 2020

San Pablo escribiendo, Museo Nacional del Prado

Te hubiera escrito una biblia entera para mostrarte
las cosas más hermosas que no vivimos y nos perdemos,
que existen lugares singulares mejores aún si cabe,
donde yo te surtiría de un aire más puro
que el rencor que a veces suspiramos,
para que engendraras todo aquello que valga la pena que vivas.
Hoy te hubiera pintado una delgada línea sin color,
para que nadie la vez pero nos separe del resto,
para que nuestra parcela siga siendo privada
y donde tu germen nacido tuviera el símil de la maltratada sociedad
pero eligiendo todo aquello que le engrandezca y no le dañe.
Te dibujo la mañana, la vives y la recreas tuya
y desaparece si acaso por la noche para inventarte cosas nuevas cada día.
Eres mi deseo y mis ganas
y si flaqueas yo flaqueo,
y es por ello
que te he escrito una biblia entera con líneas invisibles
para que sea manual de una necesidad incierta,
siempre y cuando
sepas leer lo que nadie nunca te enseñó en la escuela.
©Mario M. Relaño 




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Abriles

>> miércoles, 24 de junio de 2020

Pedro Roldán. Abriles IV. Rojos, amarillos y violetas

Se fueron hace tiempo aquellos momentos cuando mirábamos juntos morir el día
entre colores ocres y viento seco,
-no nos importaba si era de día o de noche-,
cuando los veranos no duraban más que el verano
y a principios de septiembre se intuía el otoño
tan húmedo, gris y lluvioso como era cada año desde que recordábamos.
¡Qué fue de esos encuentros fugaces entre chopos cerca del río,
charlas en las afueras, cuatro de nosotros, cinco a lo sumo, no más,
siempre que no hubiera entierro, claro,
pues no era la tapia lugar de adolescentes con el difunto aún caliente!
¡Cómo eran aquellas tarde de teatro, en la esquina del barrio,
con tres mantas, dos cuerdas y chavales representando,
imaginando un mundo de actores que no existía
desconociendo que el teatro
levanta el telón hacia un mundo no siempre de fantasía,
sin saber de cierto lo maravilloso que es mirar desde el palco.

Fueron tiempos vividos ya caducos, algunos olvidados,
una adolescencia dura e inmadura, verde y no tan inocente,
etapas irrepetibles, por momentos turbias,
quizás a ratos añoradas.
Fue lo que tuvo que ser,
nadie pudo elegirlo y, aunque hubiéramos querido,
no conocíamos símiles a cual optar.
Nadie escoge, se vive, se agota y después se añora.

Hoy, pasados  los cincuenta me pregunto,
-en muy pocas ocasiones, es cierto-
si sirve de algo las añoranzas de otro tiempo,
esa gente que pasó por tu vida y desaparecería más tarde
dejando más silencios que el bullicio de entonces,
desoyendo los pocos recuerdos que van surgiendo
mientras el reloj incansable continúa su camino
con su adormecido y pausado tic tac.

©Mario M. Relaño 


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La ola de frío polar

>> lunes, 22 de junio de 2020

"Western Motel” (1957), Edward Hopper

Sentada en el borde de una cama sin deshacer, miraba ausente el paisaje marítimo a través del gran ventanal. Hacía horas que había amanecido, el día era soleado y la luz entraba perpendicular cayendo de lleno sobre el pequeño sofá, donde una toalla granate mal colocada colgaba del respaldo. El silencio era intenso, tanto que le dolía. Las maletas seguían al pie de la cama sin ser abiertas. Quizás hacer ese viaje no había sido la mejor decisión en esos momentos aunque el cuerpo y la cabeza le pidieran aventura.
El teléfono sonó. Su cuerpo comenzó a temblar.

- Hola, qué tal llegaste?
- Bien.
- Siento no haber podido ir a recibirte. Tuve un pequeño problema de última hora.
- Lo comprendo.
- Por cierto, espero que te hayas traído ropa de abrigo pues anuncian una ola polar.
- Ajá.
- He de dejarte ahora, espero poder verte pronto.

Nunca se vieron. Sí fue cierto que nunca hizo tanto frío en esa ciudad, y ella tuvo necesidad de comprar vestuario para la semana que allí pasó. Al segundo día decidió salir del hotel y no esperarle. Se dedicaría a hacer turismo.
Años después recibió una carta de él, interesándose por sus cosas pero sin pedir disculpas por aquella ausencia tras haber realizado ella un viaje de nueve mil kilómetros para verle. Ya para entonces, ella había rehecho su vida. Rasgó la carta y jamás volvió a pensar en él.

©Mario M. Relaño


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Mi cuaderno de bocetos

>> domingo, 14 de junio de 2020



Cien veces o más toqué el botón del ascensor esa semana,
haciendo tiempo para verte si acaso subías o bajabas,
masajeándome la barba para que ningún pelo estuviera desordenado
y lamiendo mis dedos para restregarlos por los ojos, casi siempre pegados de apenas dormir.
Quería estar guapo para ti.
Mi soledad por no verte fue eterna, si  acaso existe la eternidad,
pues nunca te vi salir por ese ascensor
-más tarde me dijeron que estaba estropeado-
ni siquiera sabía de cierto si era aquel edificio donde vivías.

Número ocho rezaba en la entrada.

Un día, sentado en un bar de mala muerte, sucio como ninguno,
en una calle que me pillaba a desmano,
creí verte pasar a través de la ventana.
Fue una ilusión mía, como siempre,
no eras tú,
y me costó pagar los vasos que rompí por la emoción del momento
más las dos rondas de cervezas a las que había invitado para celebrar mi alegría.
Por las noches quería dormirme pronto para soñarte,
aunque yo no sueño cuando duermo,
y si acaso los desvelos podían conmigo, que podían,
dibujaba tu cara en mi cuaderno de notas
pensando que quizás,
un día podría mostrarte los bocetos mientras charlábamos.

Dejé al fin de esperarte cuando me cansé,
y deduzco que, como no me conoces, ni me hablarás
si por un casual nos cruzamos por la calle.
Las farolas me contarán más cosas que tú.
Moriré un poco por no tenerte,
sólo un poco, tan poco creas.
Y nuevamente comenzará mi búsqueda
para cuando te encuentre poder por fin amarte,
o al menos,
pintar tu rostro en mi cuaderno.

©Mario M. Relaño


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Esperando que llegue otra vez mañana

>> miércoles, 10 de junio de 2020



No pasa el tiempo, lo paro, cuando pienso, escribo y veo
que está el suelo lleno de cristales, no sé de qué,
de algún sueño, quizás, hecho añicos.
El día continua despejado, así siempre, una y otra vez
 y las noches muy oscuras, sin luna,
por saberte sin sentirte, o acaso porque son.
Eso pasa siempre. Pero yo me creo cuentos.
Tú descubres nubes a pinceladas en cielos azules
cuando sólo la sensibilidad es capaz de adivinar,
pero lo adivinas,
y me las creo mías, aunque no lo sean.
Más tarde, quizás mañana,
cuando juntes estas frases
y recuerdes las charlas que tenemos sin palabras
que nos damos a deshoras en lugares que nos miran,
y te des cuenta que es a ti a quien miro a lo lejos
mientras cae otro de los pétalos de la rosa que abonaste y que ya muere
y te doy dinero por tus pensamientos
pero lo rechazas, porque no sirve.
Y limpio los cristales, al fin,
sin saber de qué va el sueño o si habrá más,
suponiendo otra vez que no habrá tormenta en la noche
y que amanecerá despejado, lo sé también,
porque aquí se inventaron los azules
y te veré nuevamente,
te saludaré,
me mirarás, supongo, como tú sueles mirarme
y la rosa, terminará de morir sin yo haberte pagado aún por tus pensamientos.
Tú seguirás tu camino,
yo te miraré a lo lejos
Y esperaré que llegue otra vez mañana.

©Mario M. Relaño 



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Caleuche

>> domingo, 7 de junio de 2020




Apareció en aquella atípica travesía por los mares del sur de Chile. Nunca antes había oído hablar de él y no fue hasta que llegué a destino cuando los lugareños de aquel pueblito de mar de las islas Chiloé me contaron las historias de tantos y tantos marineros que ya se lo habían encontrado. Unos me decían que eran leyendas. A otros se les quedaba la cara blanca si les preguntaba.

Era un mar en calma el de aquella noche. Apenas se oía el ligero roce de nuestro barco con el mar  cuando entre la neblina se vislumbró lo que parecía un buque en la lejanía. A su alrededor, un tenue halo de luz amarilla y una maravillosa música como si proviniera de cubierta y la tripulación estuviera en una fiesta.
Cuanto más nos acercábamos al buque vecino, más daba la impresión de que estaba parado y vacío. Incluso abandonado. Sus velas parecían jirones de tan rasgadas que estaban y al casco le faltaba una buena mano de pintura. A pesar de la música, no se intuía movimiento en cubierta.
Apenas un parpadeo después, el barco había desaparecido de mi vista. Por el contrario, en su lugar, un madero flotaba y era rodeado por decenas de delfines que saltaban juntos.
Yo era el único que estaba en cubierta aquella noche y nadie pudo contemplar aquel barco. Yo sólo fui testigo de la aparición y desaparición de  aquella extraña nave. Pero al momento, un revuelo en los camarotes me indicaba que algo ocurría. Y vaya si ocurría. Dos hombres habían muerto sin causas aparentes, me contaron.

El día amaneció tal cual se fue la noche, rodeado de misterio y silencio. Nuestro barco continuó la travesía con el mismo mar en calma pero con el silencio acongojado de todos nosotros. Sólo yo intuía que esas muertes tenían relación con el barco que desapareció. O así al menos lo creía.

Fue ya en tierra, días después del arribo, cuando al fin un isleño me narró las historias que se escuchaban en la isla. Para unos mito para otros realidad, el Caleuche, contaban, era un barco fantasma que aparecía entre la niebla. Con o sin tripulación, decían que morías si lo mirabas fijamente. También que era el salvador de náufragos pero que estos se convertían en marinos del Caleuche de por vida. El barco desaparecía a su antojo y podrían pasar siglos sin que nadie de él supiera.

Tiempo pasado dudé de lo que aquella noche vi. Es tan irreal la historia que quizás sea todo una leyenda. Pero tengo la certeza de que en aquel momento yo no dormía. Y dos hombres murieron al mismo tiempo, a pesar de que se certificó su muerte como de natural.

©Mario M. Relaño

Publicado en la Revista NU2




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La nueva guerra mundial del siglo XXi

>> domingo, 22 de marzo de 2020



#Yomequedoencasa ha sido uno de los eslóganes que escuchamos a diario en esta guerra silenciosa que hoy estamos viviendo.
La mayoría de nuestras generaciones no hemos pasado por una guerra atroz, con miles de muertos y confinamientos en casa. Pero los que hoy son más vulnerables a este virus, los más mayores, conocen de primera mano cómo eran esos confinamientos y los muertos sepultados en cementerios sin gente y apenas llorados. Como fue la guerra y como la postguerra. Aquellas eran otras guerras, más antiguas.
La guerra moderna como la que está sufriendo ahora el planeta es una guerra silenciosa, sin bombas ni disparos. El silencio aturde. Vemos a nuestros vecinos por las terrazas pero no podemos visitar a nuestras madres. El ejército patrulla las calles antes atestadas de coches. Vemos hombres vestidos de blanco  irreconocibles con mascarillas, desinfectando algo que nuestros ojos no son capaces de ver. El silencio , tras los días encerrados, también regresa poco a poco a nuestros hogares, sólo roto en aplausos con manos que ya duelen.
Es nuestra guerra, la nueva guerra mundial del siglo XXI, la que acabará con muchos miles de personas, pero la que, según los más optimistas, nos hará mejores a los que sobrevivamos.
Es nuestra guerra, la de todos, la del grito unánime de #yomequedoencasa para intentar pararla con las armas que poseo, mis pobres pero tan importantes armas. Por eso así, cuando acabe todo y pongamos un pie en la calle, sonreiremos y contaremos ya de mayores a nuestros nietos, que nosotros también luchamos en esa guerra.
Por eso, hoy lucho en esta batalla y #yomequedoencasa.

©Mario M. Relaño 2020

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El Adagio de Albinoni

>> domingo, 8 de marzo de 2020




No fue la mañana en la que, mientras caminaba, vi en la acera de enfrente a un chino arrascándose los testículos. No fue aquella mañana donde la chica chocó con el señor que descargaba leña de la furgoneta.  Cuando giré la cabeza, el chino no se arrascaba nada, tan solo buscaba las llaves en el bolsillo para poder entrar en casa. Y, siendo el señor el que se giró con la leña sin mirar, la chica fue quien se agachó a por la leña caída pidiendo en  reiteradas ocasiones perdón.
No, no fue aquella mañana sino la siguiente, cuando mientras planchaba puse en el ordenador el Adagio de Albinoni y, dejándome absorber por esa bella música creí ver como Hauser eyaculaba mientras tocaba el chelo. No, tampoco era cierto que eyaculara, aunque viendo aquella cara cualquiera hubiera pensado que yo veía porno mientras planchaba. O quizás de alguna manera sí eyaculaba de placer Hauser con aquella hermosa canción que él tenía la habilidad de hacer sonar en su chelo. Le miré fijamente y él sudando, movía la cabeza hacia los lados y acariciaba el instrumento. Era un precioso Adagio. Era el chelo de Hauser.
No fue aquella mañana. No eyaculaba. Tan solo él era un afortunado por poder interpretarla y yo por poder escucharla.

©Mario M. Relaño 2020

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