Abriles

>> miércoles, 24 de junio de 2020

Pedro Roldán. Abriles IV. Rojos, amarillos y violetas

Se fueron hace tiempo aquellos momentos cuando mirábamos juntos morir el día
entre colores ocres y viento seco,
-no nos importaba si era de día o de noche-,
cuando los veranos no duraban más que el verano
y a principios de septiembre se intuía el otoño
tan húmedo, gris y lluvioso como era cada año desde que recordábamos.
¡Qué fue de esos encuentros fugaces entre chopos cerca del río,
charlas en las afueras, cuatro de nosotros, cinco a lo sumo, no más,
siempre que no hubiera entierro, claro,
pues no era la tapia lugar de adolescentes con el difunto aún caliente!
¡Cómo eran aquellas tarde de teatro, en la esquina del barrio,
con tres mantas, dos cuerdas y chavales representando,
imaginando un mundo de actores que no existía
desconociendo que el teatro
levanta el telón hacia un mundo no siempre de fantasía,
sin saber de cierto lo maravilloso que es mirar desde el palco.

Fueron tiempos vividos ya caducos, algunos olvidados,
una adolescencia dura e inmadura, verde y no tan inocente,
etapas irrepetibles, por momentos turbias,
quizás a ratos añoradas.
Fue lo que tuvo que ser,
nadie pudo elegirlo y, aunque hubiéramos querido,
no conocíamos símiles a cual optar.
Nadie escoge, se vive, se agota y después se añora.

Hoy, pasados  los cincuenta me pregunto,
-en muy pocas ocasiones, es cierto-
si sirve de algo las añoranzas de otro tiempo,
esa gente que pasó por tu vida y desaparecería más tarde
dejando más silencios que el bullicio de entonces,
desoyendo los pocos recuerdos que van surgiendo
mientras el reloj incansable continúa su camino
con su adormecido y pausado tic tac.

©Mario M. Relaño 


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La ola de frío polar

>> lunes, 22 de junio de 2020

"Western Motel” (1957), Edward Hopper

Sentada en el borde de una cama sin deshacer, miraba ausente el paisaje marítimo a través del gran ventanal. Hacía horas que había amanecido, el día era soleado y la luz entraba perpendicular cayendo de lleno sobre el pequeño sofá, donde una toalla granate mal colocada colgaba del respaldo. El silencio era intenso, tanto que le dolía. Las maletas seguían al pie de la cama sin ser abiertas. Quizás hacer ese viaje no había sido la mejor decisión en esos momentos aunque el cuerpo y la cabeza le pidieran aventura.
El teléfono sonó. Su cuerpo comenzó a temblar.

- Hola, qué tal llegaste?
- Bien.
- Siento no haber podido ir a recibirte. Tuve un pequeño problema de última hora.
- Lo comprendo.
- Por cierto, espero que te hayas traído ropa de abrigo pues anuncian una ola polar.
- Ajá.
- He de dejarte ahora, espero poder verte pronto.

Nunca se vieron. Sí fue cierto que nunca hizo tanto frío en esa ciudad, y ella tuvo necesidad de comprar vestuario para la semana que allí pasó. Al segundo día decidió salir del hotel y no esperarle. Se dedicaría a hacer turismo.
Años después recibió una carta de él, interesándose por sus cosas pero sin pedir disculpas por aquella ausencia tras haber realizado ella un viaje de nueve mil kilómetros para verle. Ya para entonces, ella había rehecho su vida. Rasgó la carta y jamás volvió a pensar en él.

©Mario M. Relaño


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Mi cuaderno de bocetos

>> domingo, 14 de junio de 2020



Cien veces o más toqué el botón del ascensor esa semana,
haciendo tiempo para verte si acaso subías o bajabas,
masajeándome la barba para que ningún pelo estuviera desordenado
y lamiendo mis dedos para restregarlos por los ojos, casi siempre pegados de apenas dormir.
Quería estar guapo para ti.
Mi soledad por no verte fue eterna, si  acaso existe la eternidad,
pues nunca te vi salir por ese ascensor
-más tarde me dijeron que estaba estropeado-
ni siquiera sabía de cierto si era aquel edificio donde vivías.

Número ocho rezaba en la entrada.

Un día, sentado en un bar de mala muerte, sucio como ninguno,
en una calle que me pillaba a desmano,
creí verte pasar a través de la ventana.
Fue una ilusión mía, como siempre,
no eras tú,
y me costó pagar los vasos que rompí por la emoción del momento
más las dos rondas de cervezas a las que había invitado para celebrar mi alegría.
Por las noches quería dormirme pronto para soñarte,
aunque yo no sueño cuando duermo,
y si acaso los desvelos podían conmigo, que podían,
dibujaba tu cara en mi cuaderno de notas
pensando que quizás,
un día podría mostrarte los bocetos mientras charlábamos.

Dejé al fin de esperarte cuando me cansé,
y deduzco que, como no me conoces, ni me hablarás
si por un casual nos cruzamos por la calle.
Las farolas me contarán más cosas que tú.
Moriré un poco por no tenerte,
sólo un poco, tan poco creas.
Y nuevamente comenzará mi búsqueda
para cuando te encuentre poder por fin amarte,
o al menos,
pintar tu rostro en mi cuaderno.

©Mario M. Relaño


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Esperando que llegue otra vez mañana

>> miércoles, 10 de junio de 2020



No pasa el tiempo, lo paro, cuando pienso, escribo y veo
que está el suelo lleno de cristales, no sé de qué,
de algún sueño, quizás, hecho añicos.
El día continua despejado, así siempre, una y otra vez
 y las noches muy oscuras, sin luna,
por saberte sin sentirte, o acaso porque son.
Eso pasa siempre. Pero yo me creo cuentos.
Tú descubres nubes a pinceladas en cielos azules
cuando sólo la sensibilidad es capaz de adivinar,
pero lo adivinas,
y me las creo mías, aunque no lo sean.
Más tarde, quizás mañana,
cuando juntes estas frases
y recuerdes las charlas que tenemos sin palabras
que nos damos a deshoras en lugares que nos miran,
y te des cuenta que es a ti a quien miro a lo lejos
mientras cae otro de los pétalos de la rosa que abonaste y que ya muere
y te doy dinero por tus pensamientos
pero lo rechazas, porque no sirve.
Y limpio los cristales, al fin,
sin saber de qué va el sueño o si habrá más,
suponiendo otra vez que no habrá tormenta en la noche
y que amanecerá despejado, lo sé también,
porque aquí se inventaron los azules
y te veré nuevamente,
te saludaré,
me mirarás, supongo, como tú sueles mirarme
y la rosa, terminará de morir sin yo haberte pagado aún por tus pensamientos.
Tú seguirás tu camino,
yo te miraré a lo lejos
Y esperaré que llegue otra vez mañana.

©Mario M. Relaño 



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Caleuche

>> domingo, 7 de junio de 2020




Apareció en aquella atípica travesía por los mares del sur de Chile. Nunca antes había oído hablar de él y no fue hasta que llegué a destino cuando los lugareños de aquel pueblito de mar de las islas Chiloé me contaron las historias de tantos y tantos marineros que ya se lo habían encontrado. Unos me decían que eran leyendas. A otros se les quedaba la cara blanca si les preguntaba.

Era un mar en calma el de aquella noche. Apenas se oía el ligero roce de nuestro barco con el mar  cuando entre la neblina se vislumbró lo que parecía un buque en la lejanía. A su alrededor, un tenue halo de luz amarilla y una maravillosa música como si proviniera de cubierta y la tripulación estuviera en una fiesta.
Cuanto más nos acercábamos al buque vecino, más daba la impresión de que estaba parado y vacío. Incluso abandonado. Sus velas parecían jirones de tan rasgadas que estaban y al casco le faltaba una buena mano de pintura. A pesar de la música, no se intuía movimiento en cubierta.
Apenas un parpadeo después, el barco había desaparecido de mi vista. Por el contrario, en su lugar, un madero flotaba y era rodeado por decenas de delfines que saltaban juntos.
Yo era el único que estaba en cubierta aquella noche y nadie pudo contemplar aquel barco. Yo sólo fui testigo de la aparición y desaparición de  aquella extraña nave. Pero al momento, un revuelo en los camarotes me indicaba que algo ocurría. Y vaya si ocurría. Dos hombres habían muerto sin causas aparentes, me contaron.

El día amaneció tal cual se fue la noche, rodeado de misterio y silencio. Nuestro barco continuó la travesía con el mismo mar en calma pero con el silencio acongojado de todos nosotros. Sólo yo intuía que esas muertes tenían relación con el barco que desapareció. O así al menos lo creía.

Fue ya en tierra, días después del arribo, cuando al fin un isleño me narró las historias que se escuchaban en la isla. Para unos mito para otros realidad, el Caleuche, contaban, era un barco fantasma que aparecía entre la niebla. Con o sin tripulación, decían que morías si lo mirabas fijamente. También que era el salvador de náufragos pero que estos se convertían en marinos del Caleuche de por vida. El barco desaparecía a su antojo y podrían pasar siglos sin que nadie de él supiera.

Tiempo pasado dudé de lo que aquella noche vi. Es tan irreal la historia que quizás sea todo una leyenda. Pero tengo la certeza de que en aquel momento yo no dormía. Y dos hombres murieron al mismo tiempo, a pesar de que se certificó su muerte como de natural.

©Mario M. Relaño

Publicado en la Revista NU2




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