Callaron todos los principitos para siempre. No
hubo más planetas en su privada galaxia, ni más flores solitarias, ni pétalos
de rosas, ni acaso lunas. Callaron al unísono cuando cesó el rugir de los
motores y el agua apagó los gritos de Antoine
de Saint Exupéry. Cesó para siempre.
Atrás quedaron los pequeños planetas inventados
y desiertos que en su día supo escribir para nuestro deleite. A partir de ahora
el mar sería su nuevo hogar, su templada y ciega eternidad.
Nuestro cielo y ese mar siempre habían hecho
muy buena pareja. Cuentan que incluso, en el horizonte, llegaban a desposarse
uniendo sus azules. Cuentan, que los intrépidos expedicionarios que osaban
llegar hasta tan lejos, no sabían diferenciar entre el agua de la lluvia y la
del mar. Nunca sabían si seguían en el cielo o por el contrario, flotaban sobre
las aguas de algún desconocido océano.
Antoine de Saint Exupéry amó ese cielo que todos vemos y por ello, no
cesaba en el empeño de tocarlo con la punta de sus dedos siempre que podía. Su
afición a volar le había llevado a rasgar el cielo en infinitas ocasiones,
tantas, que su nombre estaba tatuado en las nubes.
La última vez que pilotó, posiblemente
sobrevoló muy cerca del horizonte lejano, y acompañado por su bimotor, se
enterró en ese silencio que produce -cuentan- el fondo del mar.
En ese fondo de mar, se vislumbra lo que un día
le subió hasta lo más alto, mientras las oscuras y frías aguas del océano lo
acogen sin tener en cuenta que allí hubo un espacio vacío. Hoy, refugio de
peces más débiles, aparece el aparato viejo, callado e indefenso.
Ahora, el
esqueleto de aquello que fue, permanece casi sepultado y las páginas de El Principito se llenan de escépticos
lectores mientras nacen nuevos días. No importa si el mar moja las hojas
mientras cada una de las letras entreteje la historia de aquel niño que pintó
corderos y flores que se despiertan despeinadas.
El mar
calla y acoge. El mar ahoga las historias y sólo él sabe la verdad. Quizás algún
día, este mar, escupa los últimos capítulos de aquellos escritores que se
atrevieron a escribir la biografía de Antoine de Saint Exupéry y dejaron sin terminar.
©Mario M. Relaño
El Todopoderoso
>> sábado, 19 de enero de 2013
Foto: Mario M. Relaño
Levantando las manos y decolorando la noche
me encuentro que nací como todos
y que no soy rey de reyes
ni merezco que me miren cuando camino por la calle.
Dejando la sorpresa arrinconada entre las sombras y la
esquina
continúo mi viaje
mirando a los que me ignoran
con la convicción de alguna vez ser parte de la historia.
Entre camino y camino
me sorprende la mañana que me ciega
y mirando al suelo encuentro señales que me conducen a
seguir.
Las señales son rastros de lágrimas,
de palabras,
de gestos de otros
que alguna vez me fueron dejando para llegar hasta donde
ellos iban.
Cuando creo haber llegado a mi destino
y ser coronado como el deseado
la niebla me sorprende entre el trono y las loas de los
que me desean.
Arrastrado por el suelo para no caerme,
para no perderme en los metros que me faltan para la
gloria,
estiro el brazo
y el poder de lo que me espera tira de mí.
Coronado
como el supremo de lo amado
pongo mis reglas,
y considero que sus miradas me provocan dolor,
por lo que les condeno a la ceguera
y absorber mis besos
para que nunca les falte el amor del poderoso.
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