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Puente de Waterloo en la niebla, Claude Monet |
Subimos hasta lo más alto del
risco sabiendo de antemano que las nubes bajas que nos habían acompañado todo
el tiempo, no nos dejarían ver lo que quería enseñarle. Siempre le había
hablado del mar infinito y de las vistas que, desde arriba, sobrecogían de tal
manera que nadie quedaba indiferente. Confié en que las nubes desaparecieran y,
por momentos, pareció incluso que podía intuirse la increíble playa que se veía
desde lo alto.
Allá arriba, en el risco,
sentimos la insoportable levedad de los seres. Aquellos momentos envueltos en
niebla que nos fascinaron porque no podíamos ver nada salvo la niebla misma, se
convirtieron para nosotros en lugares sin paisajes, casi fantasmagóricos, aunque
en ocasiones molestos por el constante soplo de un viento intenso que pedía
paso.
Allá donde la lógica pierde
sus incómodos ropajes y la razón queda a merced de su propia desnudez, todas
las cosas y las personas que había cerca aparecían a nuestros ojos como si
estuviesen disfrazadas o desdibujadas.
Hablarle del mar que no
podíamos ver, envueltos en la niebla que lo ocultaba, era como esperar que el
telón de humo se elevase para que empezase la obra de teatro. Él escuchaba
paciente mientras yo le confesaba que andaba perdido, que no sabría regresar a
mi vida. Vengo de ese miedo –le dije. Él, que sabe tranquilizar, aprovechó para
contarme historias de sus idas y venidas por el mundo cuando era marinero en un
barco carguero que cubría la ruta desde la isla de Annobón, pasando por Bioko,
hasta Abiyán. También eran frecuentes en sus travesías las nieblas que
ocultaban el horizonte, incluso la chimenea y la cabina del barco. Y era allí, rodeado
por aquellas nieblas, donde él dejaba volar los pájaros de su cabeza e inventaba
historias, como la de aquella vez que imaginó el regreso de su padre a su
Guinea natal desde el exilio.
Finalmente, me contó que el
buque quedó varado en una bahía sin posibilidad de ser remolcado. Él y el resto
de los tripulantes se quedaron a bordo durante un mes para después abandonarlo
a su suerte, que las tormentas y la herrumbre fuesen deshaciendo la nave hasta
que casi no quedase rastro de ella.
Poco después llegó aquí. Y
allí estábamos él y yo, un marinero curtido en largas rutas y no pocas
aventuras y un oficinista fascinado por la geografía que intentaba enseñarle un
trozo del mar infinito visto desde el risco más alto de la isla. Su exquisita
educación le hizo callar para no romper el sortilegio tejido con niebla y
palabras.
Eres un buen contador –le
indiqué cuando llegó al final de su historia de mar y barcos, de aventuras y
frustraciones. Entonces dejó asomar sus blancos dientes en una enorme sonrisa y
responde: soy contador de palabras, pero jamás podría plasmarlas en un papel como
tú haces para ser leídas después.
Ismael es hoy estas palabras mal
juntadas donde, escondido entre la niebla, cuenta cuentos para que yo las
rubrique en su nombre y para que jamás se olviden.
Publicado en la revista NU2
Mario M. Relaño
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