La adolescente

>> domingo, 31 de enero de 2021

 

La bella Betty, Albert Lynch

Igual podía ser con las primeras luces de la mañana que con las últimas del día. Ambas eran sus preferidas. No sólo por el color del cielo, entre rosas y naranjas, sino también por el silencio que envolvía todo con el nacimiento o la muerte del día. Ella, una chica demasiado joven con un embarazo que no se intuía, paseaba descalza por la trasera de su casa. Él, que se enamoró de ella tan sólo con ver como sus pasos le recordaban a un ángel, la observaba cada día, excepto los miércoles que tenía que acompañar a su hijo menor a clases de piano. Cuando la miraba, se convertía en sonámbulo por unas horas. Ella, canturreando, se hacía círculos en su barriga imaginando que aún estaba escribiendo en la pizarra de la clase.



Un día, mientras paseaba, gritó y se arrodilló en el suelo con la cabeza gacha, rozando su flequillo la hierba tierna. Él se sobresaltó y corrió desde el otro lado hacia donde la chica se encontraba. Llorando, no levantó la cabeza en ningún momento; un hilillo fino de sangre le corría por la pierna. Él no entendió nada, aún así la abrazó. Ella se dejó hacer. No hablaron. Hay palabras que no necesitan ser dichas.


©Hisae

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El último aliento

>> miércoles, 27 de enero de 2021

 

La muerte de Marat , Jacques-Louis David

Nada cambia, realmente. Todo continua igual a pesar de que el tiempo siga corriendo en contra  de uno y veamos la negra meta ya muy cerca. Nada cambia, y lo sabes. Y nada cambiará cuando tú ya no estés y los billetes de diferentes colores sigan moviéndose de mano en mano, sin saberse que tus huellas quedaron marcadas en alguno de ellos para siempre. Porque tú también fuiste mercader que cambiaba placeres por dinero y que más tarde gastabas ese dinero por placeres. En eso consiste la vida -me comentabas entonces. Y sólo cuando el deseo consiguió abrir mi caja fuerte fue cuando entendí tus palabras.



Desde entonces nos hicimos inseparables, aunque tú siempre fuiste jefe o acaso hermano mayor, el que me instruía y me aconsejaba e incluso me defendiste en aquella noche cuando el humo del local me cegó los ojos. Yo no bebía, sólo observaba. Pero alguien interpretó mi mirada erróneamente. Nunca hablamos de aquello, aunque estoy casi seguro que no terminaste de creerme y me reprochabas tener dos ojos en lugar de ser ciego.



Nada cambia ni cambiará para el resto. Sólo yo extrañaré tu sombra que me acompañó a cada paso y los roces de manos cuando en el cuarto que compartimos contábamos las ganancias. El resto, los cuerpos que dejaste en la orilla y los que aún vivos continuaron, jamás volverán a pensar en ti. Porque tú eras para ti mismo, pero nada para el resto.



Sentado al borde de tu cama escucho como tu respiración es intensa a la par que lenta. Más lenta según gira el segundero sus ciento ochenta grados. Algún suspiro escapa por tu boca y yo acerco mi oído mientras miro moverse tus labios, por si acaso me das las últimas instrucciones o quizás me confiesas lo que siempre callaste. Pero tengo miedo que llegue tu último aliento y no llegues a pronunciar mi nombre. Tengo miedo a que te vayas y que me dejes solo. Tengo pavor a no saber cómo malgastar lo que escondes y como hacer que mi deseo regrese si acaso con el llanto lo pierdo. Tengo miedo y es por ello que te dejo solo. No quiero estar presente cuando todo termine. Al menos me iré con mi propia certeza de tu inmortalidad.

 


©Hisae

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Filomena

>> lunes, 11 de enero de 2021

 

Filomena Carrizosa Sarmiento - Anónimo

Ella era enorme y ocupada cada todo el sitio de nuestra pequeña cama. Afortunadamente, mi tamaño se acoplaba bien entre los pliegues de su barriga y las piernas y podía dormir toda la noche caliente y sin moverme. Comía como si fueran a terminarse las viandas para siempre –de hecho era su única ocupación- y aunque yo le animaba para ir a pasear juntos por la orilla del río, ella me ignoraba como si no me escuchara o tal vez existiera.


Una noche Filomena se sintió indispuesta. Se acostó antes de costumbre y yo, muy preocupado por ella, llamé al médico del pueblo, el cual apenas tardó en llegar lo que se tarda en pedalear ciento ochenta grados por veinte veces – eso me lo dijo el propio Don Anselmo. Después de palpar su vientre en reiteradas ocasiones y observarla haciendo gestos extraños con la boca, comentó que la pobre Filomena estaba tan hinchada que, o vomitaba inmediatamente o estallaría como cuando pinchas un globo. 


Y así fue lo que pasó. Aún no había terminado Don Anselmo sus palabras, cuando de repente Filomena estalló. Toda ella –o mejor, todo su interior- voló por los aires. Nunca más se supo de Don Anselmo que en ese momento estaba enfrente de la cama. Más tarde dijeron que habían encontrado un cuerpo sepultado por un alud de nieve. La región quedó totalmente colapsada, hablándose de la nevada del siglo, y nuestro pequeño pueblo estuvo incomunicado durante más de ocho días. Los meteorólogos no entendían la llegada tan de improviso de esta borrasca polar por el sur, cuando antes siempre eran las calimas las que todo lo cubrían.


El caso es que a tal fenómeno le dieron el nombre de mi esposa, la pobre, mientras yo me quedé llorándole hasta la primavera.

 


©Hisae

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