Paz o Guerra

>> lunes, 14 de junio de 2021

Guerra y Paz, Cándido Portinari


 Era paz o guerra. O al menos así lo entendía él hasta que descubrió la palabra y el razonamiento.


No era más o menos, ni más ni menos. Era lo justo y así se lo hicieron ver cuando finalmente se digno a escuchar y no caminar en la vida como un individuo solitario que daba palos de ciego y oscurecía el lugar por donde pasaba/pisaba.


Alguien le sugirió la existencia de un intercambio de esas palabras descubiertas y, aunque estas no fueran del color que él amaba, podría acoplarlas a al texto para enriquecer su pensamiento y fomentar la concordia.


Fue al entenderlo cuando decidió enterrar el arma ya usada y conseguir levantar la vista del suelo. El mundo le resultó entonces más hermoso.


Todos vivieron mejor. Él. Nosotros.


 


©
Mario M. Relaño 

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Ella no me lee

>> domingo, 4 de abril de 2021

 

Muchacha con un libro, Alexandr Deineka

Ella no me lee. Y me lo dice así, tan normal y segura de sí misma, como quien saluda por la mañana, sin percibir el dolor que refleja mi cara cuando me lo dice. Ella no me lee. No culpo que mis letras sólo sean pequeños dibujos para algunos ojos, e incluso no sean interesantes, pero ella es mi mejor amiga. Y no me lee.



Yo, aficionado a las letras desde que mi madre me paría entre aquellas paredes azulejadas de hospital, donde recuerdo había un poster con la foto de una enfermera que decía SILENCIO,  que incluso mi primera palabra en pronunciar fue lápiz ante la mirada atónita de mis progenitores, y que escribo incluso en el papel higiénico cuando me resguardo en mi intimidad, y ella, mi mejor amiga, no me lee.



Recuerdo aquella vez que de las teclas que sus dedos movían salió un corto relato y fue publicado en un libro de tirada local. Yo corrí a conseguirlo y a devorarlo como si de un testamento a mi favor se tratara. Yo, su fiel amigo, lo leí y releí porque, entre otras cosas, era suyo.



Hoy mis letras ella no las lee. No crees con ello un problema –me cuentan. ¿Acaso no te diste cuenta que tu amiga es ciega?



Es cierto que mi amiga y yo llevábamos años sin vernos y sin hablarnos. Alguna carta yo le mandé al principio, pero ella nunca me debió de contestar.



Hoy la miro bella, muy bella, pero ella no me ve. Nunca me contó a que se debió su ceguera.



Quizás ya no es mi mejor amiga.



 

©Hisae

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Bacanal

>> viernes, 26 de marzo de 2021

 

Bacanal, de Giulio Carpioni

Estaba solo,


esperando a no sé quién o a qué,


pero seguía aquí sin marcharme, solo, esperando.


La muerte no llamaba.


Si es cierto que los pájaros se escuchaban de fondo


y que al viento le dio por soplar,


no sé si preludio de algo bueno.


Dos serían multitud,


aunque en mi sueños las bacanales en honor al dios desconocido Baco


eran de muchos,


quizás decenas.


Mi dios Baco era sin alcohol, la edad no me lo permitía,


y las mujeres eran hombres travestidos


de nobles de la Edad Media, con calzas y túnicas


y calzoncillos que lavaban con asiduidad.


Pero eso sólo era mi sueño;


mientras


yo seguía solo, esperando a no sé quién o a qué,


rodeado del gorjeo de los pájaros.


Solo,


como si el viento no me hubiera visto


y en su arrastre me quisiera llevar lejos.


Sólo,


porque mi edad equivalía a soledad,


y mi destino era morir solo,


en una cama que no era la mía,


si acaso la muerte me llamaba.


©Hisae

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La noticia

>> jueves, 18 de marzo de 2021


 Permanecía de pie tal y como se encontraba cuando él empezó con su verborrea.


No hizo mención de sentarse, ni siquiera de estremecerse, a pesar de que le confirmó lo que ella llevaba tanto tiempo sospechando. Le miraba directamente a los ojos, no pestañeó en ningún momento.


Cuando terminó el fastidioso anuncio, el silencio impregnó la habitación. Sólo se escuchaba el quejido de un gato maullando que debía estar en celo, pues la ventana seguía abierta desde la mañana.


Ella dio unos pasos, cerró la ventana para no escuchar al fastidioso minino y dirigiéndose  hasta el fregadero  abrió el grifo para continuar fregando los pocos platos que había del desayuno.


Él, desconcertado por su silencio, le preguntó qué opinaba. Ella no opinaba, le dijo.


Abrió la puerta con mención de marcharse, pero ella se acercó por la espalda agarrándole el cinturón del pantalón. Al girarse sobresaltado, le clavó un cuchillo de cocina en la barriga, una, dos, tres veces... Él permanecía con los ojos muy abiertos y, cuando al fin un hilo de sangre salió por la comisura de sus labios, cayó al suelo en medio de un gran charco rojo.


Ella, se lavó las manos y siguió fregando.

 


©Hisae

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La adolescente

>> domingo, 31 de enero de 2021

 

La bella Betty, Albert Lynch

Igual podía ser con las primeras luces de la mañana que con las últimas del día. Ambas eran sus preferidas. No sólo por el color del cielo, entre rosas y naranjas, sino también por el silencio que envolvía todo con el nacimiento o la muerte del día. Ella, una chica demasiado joven con un embarazo que no se intuía, paseaba descalza por la trasera de su casa. Él, que se enamoró de ella tan sólo con ver como sus pasos le recordaban a un ángel, la observaba cada día, excepto los miércoles que tenía que acompañar a su hijo menor a clases de piano. Cuando la miraba, se convertía en sonámbulo por unas horas. Ella, canturreando, se hacía círculos en su barriga imaginando que aún estaba escribiendo en la pizarra de la clase.



Un día, mientras paseaba, gritó y se arrodilló en el suelo con la cabeza gacha, rozando su flequillo la hierba tierna. Él se sobresaltó y corrió desde el otro lado hacia donde la chica se encontraba. Llorando, no levantó la cabeza en ningún momento; un hilillo fino de sangre le corría por la pierna. Él no entendió nada, aún así la abrazó. Ella se dejó hacer. No hablaron. Hay palabras que no necesitan ser dichas.


©Hisae

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El último aliento

>> miércoles, 27 de enero de 2021

 

La muerte de Marat , Jacques-Louis David

Nada cambia, realmente. Todo continua igual a pesar de que el tiempo siga corriendo en contra  de uno y veamos la negra meta ya muy cerca. Nada cambia, y lo sabes. Y nada cambiará cuando tú ya no estés y los billetes de diferentes colores sigan moviéndose de mano en mano, sin saberse que tus huellas quedaron marcadas en alguno de ellos para siempre. Porque tú también fuiste mercader que cambiaba placeres por dinero y que más tarde gastabas ese dinero por placeres. En eso consiste la vida -me comentabas entonces. Y sólo cuando el deseo consiguió abrir mi caja fuerte fue cuando entendí tus palabras.



Desde entonces nos hicimos inseparables, aunque tú siempre fuiste jefe o acaso hermano mayor, el que me instruía y me aconsejaba e incluso me defendiste en aquella noche cuando el humo del local me cegó los ojos. Yo no bebía, sólo observaba. Pero alguien interpretó mi mirada erróneamente. Nunca hablamos de aquello, aunque estoy casi seguro que no terminaste de creerme y me reprochabas tener dos ojos en lugar de ser ciego.



Nada cambia ni cambiará para el resto. Sólo yo extrañaré tu sombra que me acompañó a cada paso y los roces de manos cuando en el cuarto que compartimos contábamos las ganancias. El resto, los cuerpos que dejaste en la orilla y los que aún vivos continuaron, jamás volverán a pensar en ti. Porque tú eras para ti mismo, pero nada para el resto.



Sentado al borde de tu cama escucho como tu respiración es intensa a la par que lenta. Más lenta según gira el segundero sus ciento ochenta grados. Algún suspiro escapa por tu boca y yo acerco mi oído mientras miro moverse tus labios, por si acaso me das las últimas instrucciones o quizás me confiesas lo que siempre callaste. Pero tengo miedo que llegue tu último aliento y no llegues a pronunciar mi nombre. Tengo miedo a que te vayas y que me dejes solo. Tengo pavor a no saber cómo malgastar lo que escondes y como hacer que mi deseo regrese si acaso con el llanto lo pierdo. Tengo miedo y es por ello que te dejo solo. No quiero estar presente cuando todo termine. Al menos me iré con mi propia certeza de tu inmortalidad.

 


©Hisae

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Filomena

>> lunes, 11 de enero de 2021

 

Filomena Carrizosa Sarmiento - Anónimo

Ella era enorme y ocupada cada todo el sitio de nuestra pequeña cama. Afortunadamente, mi tamaño se acoplaba bien entre los pliegues de su barriga y las piernas y podía dormir toda la noche caliente y sin moverme. Comía como si fueran a terminarse las viandas para siempre –de hecho era su única ocupación- y aunque yo le animaba para ir a pasear juntos por la orilla del río, ella me ignoraba como si no me escuchara o tal vez existiera.


Una noche Filomena se sintió indispuesta. Se acostó antes de costumbre y yo, muy preocupado por ella, llamé al médico del pueblo, el cual apenas tardó en llegar lo que se tarda en pedalear ciento ochenta grados por veinte veces – eso me lo dijo el propio Don Anselmo. Después de palpar su vientre en reiteradas ocasiones y observarla haciendo gestos extraños con la boca, comentó que la pobre Filomena estaba tan hinchada que, o vomitaba inmediatamente o estallaría como cuando pinchas un globo. 


Y así fue lo que pasó. Aún no había terminado Don Anselmo sus palabras, cuando de repente Filomena estalló. Toda ella –o mejor, todo su interior- voló por los aires. Nunca más se supo de Don Anselmo que en ese momento estaba enfrente de la cama. Más tarde dijeron que habían encontrado un cuerpo sepultado por un alud de nieve. La región quedó totalmente colapsada, hablándose de la nevada del siglo, y nuestro pequeño pueblo estuvo incomunicado durante más de ocho días. Los meteorólogos no entendían la llegada tan de improviso de esta borrasca polar por el sur, cuando antes siempre eran las calimas las que todo lo cubrían.


El caso es que a tal fenómeno le dieron el nombre de mi esposa, la pobre, mientras yo me quedé llorándole hasta la primavera.

 


©Hisae

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