Definitivamente, no nos veríamos
mañana. La noche había terminado de romperse. Sabíamos que algún día esto podría
ocurrir pues la percepción que dejaba la estela de la oscuridad era de absoluta
pobreza y deterioro, aunque siempre confiábamos que se solucionaría y no habría
que acatar el alejamiento por la muerte definitiva de la noche. El día anterior
ya nos despedimos con una mención especial a la noche y si ella permitiría que
nos volviésemos a ver. Sería triste no hacerlo.
-
Te veo mañana.
-
Si acaso no se
rompe la noche.
-
Algo tendrás que
hacer si eso ocurre.
¡Y vaya si tuve que hacer! Después
del disgusto inicial al darme cuenta que la noche se había roto, después de
llorarme todo lo que había que llorar, me puse manos a la obra a remendar el
manto negro oscuro de la noche.
Necesité kilómetros y kilómetros
de hilo negro que robé de los pañuelos de las viudas, esos que antaño fueron
blancos y se tintaron con sus lágrimas negras.
Como agujas utilicé las isobaras
de mi mapa del tiempo, donde una vez enhebrado el hilo introduciría por los
huecos que las estrellas dejaban al apagarse.
¿Y la luna?
-
¿Me ayudas, luna?
-
Yo soy reina de
la noche. Yo, llena, seré botón que encaje en los ojales y la luz que vuelva a
definir las líneas que perfilan la noche.
Y así pasé muchas horas, tantas
que juntas hubieran formado años completos. Entraba la isobara y deslizaba el
hilo de viuda hasta dejar un bordado casi perfecto. La luna observaba y daba
instrucciones. Yo caía rendido a ratos y posaba mi cabeza en su hombro
menguante, adormecido.
Y llegó el momento de la luna y
estar llena y quiso entrar por el ojal. Penetró con tanta facilidad como la
cometa sabe sobrevolar el cielo.
Y la noche empezó a brillar
cuando volvieron las estrellas.
Y tú mirabas desde abajo
acompañado de tu perro, mientras soñabas lo maravilloso que sería verme al día
siguiente.
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