Sin penas que taladren su corazón ya muy gastado,
con un pañuelo por si las lágrimas rondan sus ojos
y con el deseo de juntarlos a todos,
la madre abraza incansable el cuerpecito de su hijo
muerto,
serena,
con esa mirada entre perdida y vacía,
acompañada tan sólo por la noche que se aproxima.
Ese bebé nacido del amor entre un padre y una obligación,
esa hambruna que marcaba cada uno de sus huesos,
la impotencia de la madre
con un caldero casi vacío
y sus otros seis hijos alrededor suplicando.
Ese país cargado de niños,
un continente,
ese petróleo que se entremezcla de lágrimas,
una guerra,
el poder que no justifica el hambre,
la muerte que empapa la tierra.
Hoy se fue el más pequeño
al igual que antes se fueron otros dos,
y ella, seca de dolor, lo abraza porque era suyo
y le canta por momentos
esa canción con la que lo alimentó
supliendo la cena.
Los vecinos miran a lo lejos la escena
que a diario vive alguno de ellos
y cierran sus puertas para no ver
porque convive cada uno con su propio corazón,
y su holgada amargura.
Laila abraza el cuerpecito por última vez
y es ahora cuando le resbala la única lágrima
que cae en la boca abierta de su hijo.
Llega el padre,
se lo retira de los brazos
y Laila regresa para seguir viviendo.
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