Este no fue un domingo
cualquiera. Y aunque él siempre pensó que su vida no era interesante, seguramente
que este día le marcaría durante mucho tiempo.
Amaneció como amanecen los
domingos, con un silencio provocado por el descanso de muchos y las resacas de
otros tantos. El cielo, azul rabioso, su preferido.
Su turno de trabajo, aunque
era el día del señor y en casa se comía paella, era de tarde.
Pero a pesar de ello, él
siempre se levantaba temprano, unas veces montaba en bicicleta, otras paseaba,
otras no hacía nada y se creía el ser más aburrido del planeta. Pero siempre madrugaba
por aquello de si se cumplía el refrán y dios le ayudaba.
Cuando salió aquel domingo de
casa, después de ponerse una camiseta y tapar su tatto del hombro, las calles
sí estaban puestas. Le habían mentido demasiadas veces al respecto. Aquel señor
debía de madrugar mucho más que él para ponerlas.
Saltó una caca de perro y se
dirigió hacia el parque. Apenas eran unas decenas de metros. Fue al llegar
donde vio allí dormido sobre un banco a un indigente y, al fijarse bien, descubrió que lucía un
gran anillo de oro entre la roña que tenía en los dedos. Lo miró bien. Tremenda
joya poseía ése quien fuera.
Además del pobre o rico señor,
nada más había que le llamara la atención, por lo que decidió continuar calle
arriba en plan paseo dominical.
El bar Costa Río estaba
abierto temprano como cada domingo, con sus típicos churros mojados en
chocolate que servían de siete a once.
A lo lejos, y en paralelo a
donde estaba el bar, divisó un negocio nuevo que nunca había visto antes. "Se
alquilaban ventiladores", leyó que anunciaban. El local era de nueva
adquisición y estaban rematando por fuera.
El chaval que estaba sudando
como si le fuera la vida en ello, saludó con la mano. Su sonrisa era llamativa.
Atractiva. Le hubiera alquilado todos los ventiladores que tuviera en stock
para que me sonriera de por vida.
La ofrecí un pañuelo para
secarse la frente y él me ofreció beber agua fresca de un botijo.
- ¿Cómo lo llevas? -le
pregunté.
- Abrasado por el sol y con
carencia de abrazos -me hizo el juego de palabras con acento canario, aunque se
intuía que él no era isleño.
- Ojalá mis brazos fueran los
elegidos para tal menester - le seguí el juego.
Me explicó en qué consistía su
negocio y yo le recité mi vida en forma de poema. Él me abrió las puertas de su
tienda, yo le abrí de par en par en mi corazón.
No le vi nunca más, aunque
apenas han pasado tres horas desde que me marché. Sólo espero que mi teléfono
no se quede sin batería.
©Hisae 2019
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