La tienda de ventiladores

>> jueves, 27 de junio de 2019



Este no fue un domingo cualquiera. Y aunque él siempre pensó que su vida no era interesante, seguramente que este día le marcaría durante mucho tiempo.
Amaneció como amanecen los domingos, con un silencio provocado por el descanso de muchos y las resacas de otros tantos. El cielo, azul rabioso, su preferido.
Su turno de trabajo, aunque era el día del señor y en casa se comía paella, era de tarde.
Pero a pesar de ello, él siempre se levantaba temprano, unas veces montaba en bicicleta, otras paseaba, otras no hacía nada y se creía el ser más aburrido del planeta. Pero siempre madrugaba por aquello de si se cumplía el refrán y dios le ayudaba.
Cuando salió aquel domingo de casa, después de ponerse una camiseta y tapar su tatto del hombro, las calles sí estaban puestas. Le habían mentido demasiadas veces al respecto. Aquel señor debía de madrugar mucho más que él para ponerlas.
Saltó una caca de perro y se dirigió hacia el parque. Apenas eran unas decenas de metros. Fue al llegar donde vio allí dormido sobre un banco a un indigente  y, al fijarse bien, descubrió que lucía un gran anillo de oro entre la roña que tenía en los dedos. Lo miró bien. Tremenda joya poseía ése quien fuera.
Además del pobre o rico señor, nada más había que le llamara la atención, por lo que decidió continuar calle arriba en plan paseo dominical.
El bar Costa Río estaba abierto temprano como cada domingo, con sus típicos churros mojados en chocolate que servían de siete a once.
A lo lejos, y en paralelo a donde estaba el bar, divisó un negocio nuevo que nunca había visto antes. "Se alquilaban ventiladores", leyó que anunciaban. El local era de nueva adquisición y estaban rematando por fuera.
El chaval que estaba sudando como si le fuera la vida en ello, saludó con la mano. Su sonrisa era llamativa. Atractiva. Le hubiera alquilado todos los ventiladores que tuviera en stock para que me sonriera de por vida.
La ofrecí un pañuelo para secarse la frente y él me ofreció beber agua fresca de un botijo.

- ¿Cómo lo llevas? -le pregunté.
- Abrasado por el sol y con carencia de abrazos -me hizo el juego de palabras con acento canario, aunque se intuía que él no era isleño.
- Ojalá mis brazos fueran los elegidos para tal menester - le seguí el juego.

Me explicó en qué consistía su negocio y yo le recité mi vida en forma de poema. Él me abrió las puertas de su tienda, yo le abrí de par en par en mi corazón.

No le vi nunca más, aunque apenas han pasado tres horas desde que me marché. Sólo espero que mi teléfono no se quede sin batería.

©Hisae 2019

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