No fue la mañana en la que, mientras
caminaba, vi en la acera de enfrente a un chino arrascándose los testículos. No
fue aquella mañana donde la chica chocó con el señor que descargaba leña de la
furgoneta. Cuando giré la cabeza, el
chino no se arrascaba nada, tan solo buscaba las llaves en el bolsillo para
poder entrar en casa. Y, siendo el señor el que se giró con la leña sin mirar,
la chica fue quien se agachó a por la leña caída pidiendo en reiteradas ocasiones perdón.
No, no fue aquella mañana sino
la siguiente, cuando mientras planchaba puse en el ordenador el Adagio de
Albinoni y, dejándome absorber por esa bella música creí ver como Hauser
eyaculaba mientras tocaba el chelo. No, tampoco era cierto que eyaculara,
aunque viendo aquella cara cualquiera hubiera pensado que yo veía porno
mientras planchaba. O quizás de alguna manera sí eyaculaba de placer Hauser con
aquella hermosa canción que él tenía la habilidad de hacer sonar en su chelo. Le
miré fijamente y él sudando, movía la cabeza hacia los lados y acariciaba el
instrumento. Era un precioso Adagio. Era el chelo de Hauser.
No fue aquella mañana. No
eyaculaba. Tan solo él era un afortunado por poder interpretarla y yo por poder
escucharla.
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