Laberinto

>> sábado, 20 de noviembre de 2010


Lluvia y melancolía se daban la mano aquella tarde, con vistas a la ciudad de un impronunciable nombre. Precisamente, había uno que me comentó que jamás saldría nuevamente el sol. Pero yo, que era muy inteligente, no le creí… La lluvia pararía si acaso se secaba el mar.

El laberinto, era un bello refugio para los días de soledades infinitas. Allí escondido, era capaz de leer tres libros seguidos sin mirar al cielo. Y si acaso en algún momento dejaba de llover, yo no era consciente, pues me perdía siempre entre los caminos inciertos del laberinto y las palabras en tinta negra que aparecían en las páginas.

Había bellotas entre las hierbas que cubrían el suelo. Más de una vez me hicieron resbalar, aunque tampoco perdí nunca mi tiempo en preguntar de donde habían salido.



¿Quién era yo? Era un hombre con cincuenta y algún años, apenas calvo, que hablaba del amor a solas, empleado de gasolinera y que leía poesía. Era una mezcla rara, decían. Pero yo, incluso en esta tarde de lluvia y melancolía, con un sol incierto en mi vida, era completamente feliz.

Recuerdo haber tenido un amigo. Ahora no retengo en mi memoria su nombre. Un día, no volví a saber de él. Quizás aún siga vivo. Si recuerdo sus ojos y su hermosa sonrisa. Nunca vi sonrisa más bella. Creo que durante el tiempo que duró su amistad, nunca desapareció el sol, pues todo tenía más brillo.



Había veces, que tenía que preguntar para saber en que mes estábamos. Para mí siempre era otoño, mi estación favorita. Yo nací en otoño. Eso no lo recuerdo, pero mi madre siempre se encargó de repetírmelo cuando era pequeño. En el paisaje de mi vida, siempre hubo hojas amarillas, mojadas y pisadas, mientras me dirigía hacia mi laberinto. Mi sentimiento estaba ligado al olor de las hojas mientras yo creía que todas las canciones hablaban de mí.



Así llegó mi etapa de adolescente, donde apareció la primera y única novia que tuve. Elena me regaló mi primer libro de poesía. Recuerdo que era de tapas verdes y duras, muy fino y de versos rimados. Yo apenas lo abría. Me gusta contemplar la fotografía de la portada. Y ella era la encargada de leerme los poemas.

Un día, Elena no vino a casa. Mi madre dijo que la olvidara, pues seguro que se había cansado de mí. Yo, triste, me refugiaba en el laberinto y colocaba su libro en mi bolsa. Siempre esperaba que regresara y siguiera recitándome poemas.

La tarde que comenzó a llover, encontré el lazo rosa de su vestido en el jardín, sobresaliendo de la tierra donde mi madre había plantado su último arbusto.



Desde el día que encontré el lazo de Elena, no ha dejado de llover. Creo que ya son unos treinta y pico años de lluvia y melancolía. De felicidad y humedad, leyendo libros en mi laberinto.



A veces me pregunto, si aquel amigo que tuve estará junto a Elena. También pienso, si algún día morirá mi madre.



3 comentarios amigos:

© José A. Socorro-Noray 21 de noviembre de 2010, 13:22  

¡Qué belleza! Hoy has sabido enhebrar cada línea hasta llegar directo al corazón y me has emocionado.

Siempre nos construimos un laberinto donde refugiarnos, quizás sea la misma poesía nuestro verdadero laberinto.



Un fuerte abrazo.

Thiago 21 de noviembre de 2010, 22:09  

jaja joer con la madre, cari... esta era peor que la de Norman Bates, eh... Está claro que no quería que salieras del laberinto de su amor, jaja

Bezos.

Anónimo 22 de noviembre de 2010, 8:39  

Me gustan especialmente los elementos más perturbadores: la madre, el amigo fugado, Elena y ese lazo rosa asomando en la tierra...

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