Sin apenas palabras para decirte
y contemplando las huellas que dejan tus zapatos al
marcharte,
pienso en aquellas navidades cuando el mundo aún no
estaba roto,
tú y yo estábamos juntos,
y los colores no se deshelaban con la salida del sol.
Los cánticos era más afables -eran auténticos cánticos-,
y si acaso el tiempo lo permitía,
la nieve nos calentaba esas manos tan frías
para quitar tu fea costumbre de ponerlas heladoras en mi
rostro...
Era Navidad -era auténtica Navidad-,
y las ausencias no existían
pues las ocultaba mamá entre turrones de almendra,
y las luces que parpadeaban
se confundían con lágrimas de cristal
que ella a escondidas derramaba.
Ya nada de eso existe.
Tú te empeñas en marcharte cada Navidad para dejarme
solo,
y las huellas de tu partida
no se marcan en la nieve blanca
si no en el barro que dejan las lágrimas lloradas.
El turrón es demasiado blando para tu gusto
y las únicas luces que conocemos
son los faros de mi coche cuando salgo a buscarte,
porque yo sigo creyendo en ti,
en lo nuestro,
en los deseos,
en la auténtica Navidad.
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