No le sirvieron de nada los
gritos aquella vez, pues el agua servía, entre otras cosas, para atrapar las
voces y ahogarlas como se puede ahogar también el alma. Quizás por momentos
consiguió que el aire secara sus brazos al sacarlos entre ola y ola, entre todo
aquel vaivén, pero ni los pájaros se extrañaron al ver su imaginario baile. Es
más, seguro que los pájaros siguieron sobrevolando su trayecto planeado de antemano
y ni se inmutaron, si acaso la vieron. Tampoco estoy seguro de que el cielo
cambiara en ese momento de color, pues al fin y al cabo, el mar es demasiado
inmenso.
Aquél debía de ser un día como
otro cualquiera en la vida de Carla. Su mañana comenzaba verdaderamente una vez
que bebía su café con leche, salía de casa temprano y se acercaba a la orilla
-su orilla- del mar -su mar. Su ritual para ella era tan rutinario como
importante: dejar que el sol fuera el primero en acariciar su piel, devorar
unas páginas del libro que tuviera en ese momento entre manos, y permitir al
mar que mojara su completa desnudez. Sol y mar se convertían, cada mañana, en
sus primeros amantes.
Pero aquella mañana algo iba a
ocurrir para que la rutina no fuera tal. Quizá tuvo que ver que el sol salió
con menos fuerza en aquella ocasión. Tal vez se tratara del libro, que le
estaba resultando tedioso. Pasaba las páginas de dos en dos sin encontrar un
sólo párrafo que la atrapase. Quizás no era ni una cosa ni otra, sino que la
mala suerte se encontraba cerca de ella en aquel momento.
El caso es que cuando dejó al
mar -su mar- mojar su desnudez, este se mostró posesivo con ella, o voraz, o
malvado, o tal vez demasiado celoso de compartirla con el sol, y la atrajo hacia él, tanto, que Carla comenzó a descender
sin apenas tener tiempo de clamar o preguntarse por qué.
Ella intentaba gritar y él la
atraía hacía el fondo como si la quisiera poseer en presencia de aquellos seres
vivos que en él habitaban.
Perdida, casi desmayada, se
acicalaba y con una lejanía poco humana, se dejó ir porque se debía al mar. El
tiempo parecía detenerse mientras el agua la acogía.
Un doble grito ahogado se
intuyó. Ella ya no luchaba, no podría hacerlo aunque quisiera. Carla era la
ahogada más hermosa del mundo.
Mientras tanto, en el
exterior, el silencio era tan palpable, que ningún artista hubiera sabido
copiarlo.
Hisae
Artículo publicado en la revista NU2
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