Foto: Francis Pérez
¡Que se acaba el mar! -gritó.
Todos nos dimos la vuelta y
quedamos parados mirando expectantes.
El azul era confuso, no
quedaba claro dónde comenzaba el horizonte. El color era demasiado apagado y
difuso, pero se adivinaba.
¡Que se acaba el mar! -volvió a gritar, más fuerte aún si cabe.
Ya éramos muchos, casi un
todo, pero todos mudos. Algunos se agarraron de las manos, otros cayeron de
rodillas, los más seguían siendo estatuas a punto de romperse.
Aquel que gritaba, lloraba con
despecho. Sus lágrimas se agarraban a la orilla para convertirse en mar, pero
eso él no lo sabía. Estaba demasiado ocupado en transmitirnos su sensación
mientras no dejaba de subir la marea.
¡Que se acaba el mar! -volvía a repetir, cada vez con menos fuerza
por el agotamiento, mientras moría un poco más.
El grupo comenzaba a
reaccionar. Unos se acercaron, otros murmuraban. Las estatuas dejaron de ser
tales y recobraron la vida que minutos antes tuvieron para decidir qué hacer.
El azul quizás se intensificó aunque
a mí no me lo parecía. El azul siempre era azul; era el sol el que variaba
según jugaba con las nubes.
¡Que se acaba el sol! -acertó a susurrar esta vez, mientras hincaba
su cabeza en la arena.
Al fin, una mujer con forma de
madre se acercó. Tomó agua de la orilla y le mojó la cabeza.
Esos pelos que escurrían mar
le mojaron los brazos a ella cuando hizo del momento algo intenso y hablándole
con dulzura, muy bajito, le runruneaba:
- Cariño mío, mi tesoro... El mar moja tus cabellos de polizonte, de pirata,
de capitán de nuestro barco. Las sirenas aplauden a tu paso, mientras todas las
olas quieren romper contra el casco de tu nave. Siente la brisa. Escucha cómo
grazna aquella gaviota a lo lejos. ¿No será que al fin, mi capitán, nos
acercamos a la isla? Déjame, mi capitán, que navegue junto a ti en este tu
barco. El mar no se acaba, el mar es intenso y es tuyo.
Ella, aflojando el abrazo,
volvió a meter la mano en el mar y fue de nuevo su pelo el que recibió el agua
con sal. Mientras, la respiración de él se hizo más pausada. Sus ojos
permanecieron cerrados desde el principio.
Ambos se levantaron y, muy
despacio, comenzaron a alejarse dando pasos semienterrados en la arena.
La playa quedó en silencio.
Unos pocos se marcharon. Otros siguieron mirando al mar. Los menos se sentaron.
Yo, que estaba solo y bastante
apartado, me retorcí por el drama de la ceguera del muchacho mientras comprendí
que el mar no lo es tal cual para todos y que no a todos moja por igual.
Mario M. Relaño
Publicado en la Revista NU2
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