Una noche en la luna
>> domingo, 26 de febrero de 2012
No me costó nada convencer a la noche para que fuera cómplice de lo que ocurriría mientras ella se encargaba de oscurecer el cielo y cegar las miradas de los sonámbulos.
No me costó nada, ni pagué por ello. La luna era la más prostituta de todas. Ella se paseaba desnuda y provocadora a diario, mientras tantos se dedicaban a observarla.
Pero hoy era mi noche, al fin.
Estaba decidido a pasar mi lengua desde su boca a sus ingles, de sus ingles por sus muslos y hacer que se estremeciera conmigo. Sé que me deseaba, como yo siempre deseé este momento. Y por fin hoy, después de mucho tiempo de espera, se iba a dar la ocasión.
Le comenté a la noche, la necesidad de ocultar todas y cada una de las estrellas, de callar al viento, de adormilar a los que velan, de estirar la noche aunque eso le costara un disgusto con el sol. Pero yo necesitaba tiempo, un tiempo largo para disfrutar y gozar, para que mis brazos pudieran cubrir su cuerpo tan anhelado, su cuerpo que veía casi a diario y que aún nunca pudo ser mío.
La noche, fiel y amiga, se dispuso a obsequiarme con mis deseos, mientras yo, apoyado en la barandilla del puente, esperaba puntual a la cita. No se hizo tardar, porque a pesar de la oscuridad, no pudo ocultar el sonido de sus zapatos mientras se acercaba.
Mi mano tomó la suya y mis labios depositaron un pequeño ósculo en su palma. Caminamos juntos, hablábamos y sonreíamos. La noche nos seguía de lejos.
Al llegar al coche me dijo: “quiero que hagamos el amor”. Yo, volví a sonreír y mis labios se acercaron a los suyos. Mi lengua los rompió y se introdujo en su boca.
Después, en silencio, arranqué y conduje todo el tiempo asido a su mano.
Algo hubo que me indicaba el camino; es más, pensándolo despacio más tarde, creo que la noche tomó el coche y nos llevó a casa, pues mi distracción era tan grande, que no recuerdo cómo llegamos.
No me dio tiempo a encender la luz cuando ya sentí su peso sobre mi pecho. Caímos a la cama y nuestros labios se volvieron a sellar,siendo mi lengua la encargada de humedecer el momento.
Amarnos, nos amamos hasta casi desfallecer. Cuando los jadeos eran cada vez menos sonoros y el semen ya quedaba seco al cuerpo, dormimos.
Al despertar, estaba solo. El sol quiso fastidiarme proyectando sus rayos directamente sobre mis ojos. Ni rastro de la luna.
Apenas me quedaba un ligero sabor en la boca que no era mío. El sabor de su sexo ahora frío se resistía a marcharse, a pesar de que su hueco en mi cama permanecía intacto.
Volví al puente, por si acaso quedaba rastro de la imagen de la luna en el agua. El sol me miró, me guiñó un ojo y supe que se burlaba de mí.
Era consciente que volverían otras noches, unas más oscuras que otras. Y con ella la luna. Aunque ahora sabía que el deseo concedido era uno, y el mío ya se había agotado.
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