Ilustración: Carlos López Terán
©Hisae 2012
Desconozco su presente y por
supuesto su pasado. No me importa nada su futuro si acaso lo tuviera. Hace
apenas unos minutos que llegó al borde mi cama y ha sido nuestro primer
encuentro. No puedo hablar mal de él. Tampoco bien. Permanece callado mirándome
como si la cosa no fuera con él. Yo le veo excesivamente pálido, no sé cuanto
hace que no se mira al espejo.
Estoy por decirle algo, pero
espero paciente, pues al fin y al cabo, ha sido él el que entró en mi
dormitorio sin avisar.
No me gusta el diseño de
vestimenta que ha elegido para venir a visitarme; parece recién levantado de la
cama. Viste tan blanco, que se confunde con la palidez enfermiza de su rostro,
si acaso a esa cosa con dos ojos se le puede llamar rostro.
Mira, me está empezando a caer
mal. Me despierta de mi sueño, me baja la erección, y permanecemos los dos como
pasmarotes mirándonos.
Mejor me levanto, subo la
persiana y le pido explicaciones. No me gusta que interrumpan mi intimidad.
Odio a los fantasmas que nacen
y mueren en el transcurso de un minuto. Aparecen para joder al personal y sin
mediar palabra, desaparecen según subes la persiana. Los rayos del sol les
intimida. Quizás ya no llegan a asustar como antaño.
¿Asustar? En la época de las
tecnologías, esos seres paliduchos vestidos con sábanas blancas, dejaron de ser
el tormento de los niños. Ellos nunca quisieron renovarse. Y ahora, creo que
aparecen en nuestros dormitorios sólo por nostalgia.
Ella fue demasiado lista, al
tiempo que un poco ignorante. Al despertarse y encontrárselo al pie de su cama,
no lo dudó un instante y lo colocó como sábana bajera de su cama. El fantasma
no tuvo escapatoria al quedar sujeto entre el colchón y el somier.
Eso sí, ella no volvió a pegar
ojo cada vez que el fantasma gemía por su encierro. Al fin y al cabo, él era un
alma libre.
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