Una vez conocí al diablo.
Estaba éste leyendo, protegido por la sombra que generosamente regalaba un
manzano, un manzano sin manzanas y solitario a varios metros de distancia del único
río de la comarca.
El diablo
era guapo. Al menos es lo que yo pensé al verle, seguramente por saberlo
distinto y diablo.
Me acerqué y
saludé, como siempre me enseñaron mis padres que debía de hacer. El diablo ni
contestó ni me miró. Seguía absorto en su libro, un libro de tapa blanda con un
hombre desnudo atravesado por un arbusto dibujado en la portada.
-¿Qué lees, amigo? -pregunté con mi
refinada educación de colegio de curas.
- No soy tu amigo -contestó sin mirarme. Yo soy un diablo, y los diablos no tenemos
amigos.
Ya me había
dado cuenta que era un diablo pero puse cara de asombro. La colita en punta que
salía de su trasero me lo había confirmado desde el instante en que le vi.
- No sabía que los diablos leíais -comenté
para intentar llevar una conversación.
- Estoy leyendo "El diablo a todas
horas", de Donald Ray -me dijo. Y
que penséis que los diablos somos malos no implica que seamos analfabetos.
Sin recibir
invitación suya, me senté a su lado. Miré hacia arriba y el manzano parecía que
asustado me indicaba que huyera. Por su parte, la araña que colgaba de su tela
parecía sonreír.
-Nunca hablé antes con un diablo -dije
pasados unos minutos.
-Normal -murmuró él sin levantar la
mirada de las letras que llenaban las páginas del libro. Los mortales sólo habláis con los ángeles.
-Yo tampoco hablé nunca con un ángel
-dije.
-Tú eres tonto -cerró el libro.
Ya está,
pensé. Ahora llega el momento de tentarme.
-¿Sabes? -me dijo. Yo no soy malo. Sólo soy travieso. La vida es pura travesura. El pecado
no existe, sólo es invención de los aburridos. Pero un puñado de seguidores de
los aburridos son los que después cumplieron esas tontas normas.
Le tomé de
la mano. Ya no me volví a soltar del maestro en toda la eternidad.
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